77. Amor Envenenado
El cuchillo brilló bajo la luz del generador de emergencia mientras Isabela lo alzaba lentamente. Sus ojos tenían ese brillo enloquecido que había visto en las fotos que Santiago nos había mostrado, pero verlo en persona era mil veces más aterrador.
—Alejandro tiene razón —murmuró—. Si no puedo tenerte, Max, nadie podrá hacerlo.
El sonido de las sirenas se hacía cada vez más fuerte, pero no lo suficientemente rápido para lo que estaba a punto de pasar.
Max se colocó delante de mí, sosteniendo el pisapapeles como si fuera un escudo patético contra la hoja afilada que Isabela blandía.
—Isabela, escúchame —dijo con voz calmada—. No tienes que hacer esto. La policía está aquí. Puedes entregarte.
Ella soltó una carcajada escalofriante.
—¿Entregarme? ¿Para qué? ¿Para pasar el resto de mi vida en prisión mientras ustedes siguen con sus vidas perfectas? No, Max. Si yo no puedo ser feliz, nadie puede serlo.
La voz de Alejandro siguió sonando desde el teléfono en altavoz.
—Hazlo, Isabela. Termi