134. Cena de Cuatro
El restaurante italiano Da Luciano, con sus manteles blancos y luces tenues, parecía demasiado romántico para la conversación que estábamos a punto de tener. Mientras Max y yo esperábamos, mis manos no dejaban de acariciar mi vientre—diecisiete semanas, cada día más evidente.
—Ahí vienen —murmuró Max, apretando mi mano bajo la mesa.
Diego entró primero, su rostro iluminado de una manera que me resultó dolorosamente familiar. Detrás de él, Amalia Reyes caminaba con esa elegancia natural que siempre había envidiado. Alta, delgada, con un vestido negro sencillo que sobre ella parecía alta costura. Cuatro años en Nueva York habían afinado sus rasgos, pero seguía siendo inconfundiblemente la mujer que había destrozado a mi hermano.
Y ahora, aparentemente, la mujer que lo había reconstruido.
Diego nos abrazó a ambos, su entusiasmo casi infantil.
—Lorena, Max, gracias por venir —dijo—. Esto significa mucho.
Amalia se acercó, extendiendo su mano hacia mí con una sonrisa cautelosa.
—Lorena —di