-¡Señorita Hamilton tranquilícese!- fue lo que escuché que me gritó la maestra que había entregado en bandeja de plata a mi hijo.
Yo no había dado el permiso de retirar del colegio a mi hijo a nadie más que yo misma, ni siquiera Nicolás estaba autorizado, por eso no entendía cómo había dejado que pase eso.
Corrí hasta la estación de policía que estaba a unas cuadras, sentía que no me entraba el aire a los pulmones a cada paso que daba.
Entré hecha un remolino y corrí hasta el mostrador, donde estaba una recepcionista usando la computadora.
-¡Se llevaron a mi hijo!- Grité apenas me abalancé sobre el mueble.
-Muy bien señora- La mujer, con una tranquilidad que no comprendía clikeó varias veces en la computadora. – Dígame sus datos por favor, nombre, apellido, domicilio…
-¡No tengo tiempo para eso! ¡Cada segundo es crucial! Ya paso casi media hora- dije entrando en pánico.
La mujer no pareció alterarse ante mis gritos, se mantuvo igual con su expresión de robot, mirando la pan