Capítulo: ¿Quién realmente eres?

—¿Quién está ahí? —la voz de Isabella sonó temblorosa, aunque en su interior ardía un fuego que pocos conocían.

La joven tanteó con las manos, avanzando lentamente, aun con el vestido en sus brazos.

Fingía, como siempre, la ceguera que era su mejor máscara.

Sus dedos se detuvieron en un pecho firme, y al rozarlo, aspiró el perfume que lo envolvía.

Ese aroma masculino, fuerte y salvaje, se le quedó impregnado en el alma.

Isabella podía verlo, claro que sí, pero continuaba fingiendo a la perfección.

—Es su prometido, señorita. El sirviente Kaen —respondió Emma llegando.

El corazón de Isabella se contrajo.

Retrocedió un paso.

Asintió lentamente, con la frente erguida.

—Ve a cambiarte, Kaen. Pronto… te veré en el altar.

El hombre se limitó a mirarla, con un silencio que quemaba más que mil palabras.

Dio media vuelta y se marchó, dejando tras de sí una tensión imposible de disipar.

Instantes después, Emma entró en la habitación.

Su sonrisa maliciosa apenas se contenía mientras ayudaba a Isabella a vestirse.

La joven no dijo una sola palabra respecto a la pintura roja y la insultante palabra que habían manchado el vestido de su madre.

Se mordió los labios hasta casi sangrar, tragándose la humillación.

Emma disfrutaba, reteniendo las carcajadas como si saboreara una venganza personal.

Finalmente, Isabella salió, junto a Emma, rumbo a la ceremonia de unión Lunar.

Kaen ya estaba esperando junto al altar en los jardines de la mansión.

La sacerdotisa aguardaba, solemne, con los ojos fijos en el cielo, orando a la Diosa Luna.

Cerca de allí, los ojos de Dante se clavaban en Kaen con odio puro, un rencor que se mezclaba con un deseo frustrado de control.

Y entonces, Isabella emergió.

El murmullo se extendió como un viento helado entre los presentes.

La risa de Claire y de algunas de sus amigas resonó cruel, desgarrando el ambiente.

Era un eco de burla que pretendía sepultar a Isabella en la vergüenza.

Kaen apretó los puños con rabia contenida.

«Ella no ve. Si realmente viera, jamás se pondría un vestido que la insulta de esta manera. Ha sido mi imaginación…».

La abuela Lottie se adelantó con el rostro endurecido.

—Hija, ¿por qué usas ese vestido? —su voz retumbó con indignación.

Isabella levantó el mentón con fingida inocencia.

—Este vestido, mi querida prima Claire, me lo dio.

Las miradas se clavaron de inmediato en Claire, y los murmullos se esparcieron como serpientes venenosas.

Muchos la señalaron ya como calculadora y malvada. Claire, enrojecida, se forzó a mantener la sonrisa, pero sus ojos brillaban de furia contenida.

—¡Basta! Hagamos la ceremonia de una vez —gruñó Dante, apretando los dientes.

La sacerdotisa levantó las manos, imponiendo silencio, y con solemnidad selló el destino de Isabella y Kaen.

—Los declaro marido y mujer, unidos bajo la mirada eterna de la Diosa Luna. Que el novio selle esta unión con un beso a su esposa.

Kaen se inclinó con lentitud, acunando el rostro de Isabella como si temiera quebrarla.

Sus labios se encontraron en un beso suave, pero cargado de tensión.

Isabella se estremeció, un torbellino recorrió su cuerpo y su corazón se aceleró con un fuego que la asustó y la fascinó a la vez.

Cuando rompieron el contacto, el silencio dio paso a los aullidos de la manada y a un aplauso atronador que pareció cubrir la humillación previa.

Acto seguido, los recién casados fueron llevados al salón principal de la mansión, donde aguardaba la recepción.

La mesa era amplia, rebosante de manjares, pero el aire estaba cargado de hostilidad. Kaen tomó asiento, apenas probando bocado.

Los ojos de Dante no se apartaban de él, quemándolo con rabia.

«Imbécil…  Pensó con un odio visceral; arruinaste mis planes de deshacerme de esta estúpida. Si no se hubieran casado, Isabella ya estaría muerta en manos de ese viejo… y además habría conseguido una buena dote y el apoyo político necesario de su manada».

—¿Qué crees que haces, Kaen? —soltó Dante en voz alta, levantándose—. ¡Sigues siendo un vil sirviente! Ponte a atendernos. ¡Encima eres mudo, solo sirves para eso!

La sangre de Kaen rugió en sus venas.

Sus manos temblaron, deseando romper la farsa.

—Tío… por favor…

Isabella habló con súplica. Dante la interrumpió con brutalidad.

—¡Cállate, Isabella!

Kaen, con la mandíbula tensa, obedeció.

Se levantó y comenzó a servir platos, con una calma forzada que era puro volcán en erupción por dentro.

Fue entonces cuando Chad, el esposo de Claire, se levantó con una sonrisa torcida.

Con un empujón certero, hizo que Kaen casi cayera.

La sala estalló en risas crueles, carcajadas, que parecían cuchillos envenenados.

Chad tomó una sopera y, sin piedad, derramó el líquido frío sobre los pantalones de Kaen.

—Oh, vamos, Kaen… —dijo con fingida dulzura—. No puedes ser sirviente, mudo y estúpido al mismo tiempo.

La risa general se expandió como una plaga.

Claire aplaudía, con la sonrisa venenosa que la caracterizaba.

—Digno esposo de una ciega tonta… como mi prima.

Pero entre los presentes había hombres poderosos, invitados de Dante, quienes ocultaban un vínculo secreto: eran aliados de Kaen.

Sus miradas se encendieron de rabia, dispuestos a intervenir.

Solo la mirada severa de Kaen, una orden silenciosa, los contuvo.

Isabella apretó los puños. El orgullo, la humillación, la rabia… todo hervía dentro de ella.

Odiaba ver cómo aquellos seres despreciables se regodeaban en la debilidad aparente de los demás.

Su voz, firme como nunca, cortó el aire:

—¿Por qué no te callas, Claire? ¿O prefieres que hablemos de cómo tu esposo te quiere tan poco que dedica sus atenciones a las sirvientas… e incluso a tu propia prima “ciega y tonta”?

El silencio fue inmediato. Las risas murieron.

Las miradas se giraron hacia Claire, que palideció al instante.

Chad abrió la boca, pero las murmuraciones ya eran un cuchillo afilado que perforaba el orgullo de su esposa.

Kaen la observó, incrédulo. No esperaba nada de Isabella. Pero ella lo había defendido… y esa chispa de valentía lo conmovió hasta lo más profundo.

—Papá… —atinó a decir Claire, buscando apoyo.

Dante, molesto por el rumbo de la velada, cortó la tensión de golpe.

—¡Ve a cambiarte, Isabella! Es casi hora de que te vayas a tu luna de miel.

Isabella se levantó con calma.

Caminó con paso lento, cada movimiento digno, mientras el salón la seguía con un silencio lleno de murmullos.

Se alejaba, sin saber que la sombra del peligro la acechaba aún más de cerca.

Porque Chad, el esposo de Claire, se levantó también. Fingió encaminarse al baño, pero sus pasos lo guiaron tras Isabella.

***

Isabella llegó a su habitación.

Sus dedos recorriendo la tela, casi por cambiarse, cuando un sonido seco la detuvo en seco.

La puerta se abrió con un chirrido lento, y el aire de la habitación pareció helarse.

Isabella se tensó de inmediato, sus músculos rígidos como cuerdas. No se atrevió a voltear.

—¿Emma? —preguntó con voz baja, insegura, como si esperara la respuesta para poder calmarse.

Pero la respuesta no fue un susurro ni un gesto amable.

Fue el peso brutal de unas manos ásperas y poderosas que la empujaron con violencia hacia la cama.

Isabella cayó de espaldas, su vestido se enganchó y se desgarró con un ruido atroz.

La tela se rompía entre las manos de aquel intruso que, sin piedad, la tocaba sin permiso, como un depredador reclamando su presa.

El miedo se mezcló con algo más oscuro.

Ese olor… ese aroma agrio y penetrante, mezcla de alcohol y arrogancia, le reveló quién era.

—¡Eres mía, Isabella! —rugió la voz gruesa y embriagada de Chad, con un odio posesivo que la heló—. ¿Cómo pudiste dejar que otro te tocara? ¡Es mi turno ahora! ¡Yo también te tomaré, perra!

—¡No, suéltame! —gritó Isabella, luchando con todas sus fuerzas. Pero era inútil.

Las manos de Chad eran como garras de hierro, su cuerpo demasiado pesado.

Podía emerger su loba, pero nadie la había visto transformarse, decían que era un defecto de su ceguera, si lo hacía se descubriría.

Un terror helado se apoderó de ella.

Había sufrido humillaciones, desprecios y maltratos antes, pero esto… esto era distinto. Esto la destruiría de una forma que no podría borrar jamás.

Sintió las lágrimas desbordarse.

Entonces, una voz retumbó en la habitación

—¡BASTA!

El aire cambió de golpe. Chad se quedó paralizado por un segundo, sorprendido por la furia en aquella voz.

Y antes de que pudiera reaccionar, un cuerpo se abalanzó sobre él.

Kaen.

Sus ojos ardían como brasas. La visión de Isabella, siendo ultrajada, encendió en él un fuego imposible de contener.

Kaen tomó a Chad de los hombros y lo alejó con brutalidad del cuerpo de Isabella.

Lo lanzó contra la pared con una fuerza que hizo retumbar el cuarto.

 Chad apenas tuvo tiempo de gemir antes de recibir un primer golpe en el rostro que lo hizo escupir sangre. El segundo impacto fue aún más devastador; su cuerpo cayó al suelo, inconsciente, derrotado.

La habitación quedó en silencio, solo interrumpida por la respiración agitada de Isabella.

Kaen se giró hacia ella.

Se acercó, la tomó entre sus brazos.

—¿Kaen? —susurró, con la mirada perdida—. Creí que… eras mudo…

El hombre bajó la mirada. Sus labios se acercaron a su oído, y por primera vez ella escuchó su voz tranquila, profunda, casi grave.

—Nunca dije que lo fuera. Solo prefiero no hablar.

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