El grito desgarró el silencio de la madrugada como un cuchillo rasgando seda. Valeria despertó sobresaltada, su corazón martilleando contra sus costillas. Desde su ventana, vio las luces del garaje encendidas y sombras moviéndose con urgencia militar.
Algo había pasado. Algo grave.
Se puso una bata sobre su camisón y salió al pasillo, donde encontró al ama de llaves con el rostro pálido como la cera.
—Señorita Montes, por favor regrese a su habitación —suplicó la mujer mayor—. No es seguro...
Pero Valeria ya estaba bajando las escaleras, siguiendo el sonido de voces masculinas y el inconfundible olor a pólvora y miedo. Cuando llegó al vestíbulo principal, Viktor la interceptó, su expresión más seria de lo habitual.
—El señor Volkov ordenó que permaneciera en su habitación —dijo, bloqueando su camino.
—¿Qué está pasando? —exigió Valeria, intentando ver más allá de su imponente figura.
—Asuntos de la organización —respondió Viktor con su típica vaguedad.
—Déjala pasar.
La voz de Aleksand