Aiden tenía dieciocho años, estaba en la cúspide de su madurez biológica y el momento de su lazo se cernía sobre él con la inminencia de una tormenta, su padre, Kael, lo había traído a la Asamblea de la Luna Creciente, un evento bianual donde los líderes de las manadas mayores se reunían bajo una tregua incómoda, y donde los Alfas solteros eran exhibidos como potenciales parejas.
El salón de la asamblea en el Territorio del Río Dorado era un pozo de energía Alfa, docenas de linajes fuertes, lobos con un control psíquico impecable, danzaban en el perímetro, sus auras brillando con una luz fría y controlada, Aiden se movía como lo había entrenado Kael: una figura de acero y hielo, observando con una mente clínica, no con un corazón expectante.
“Busca la firmeza, no la pasión, Aiden, la lealtad política, no el arrebato emocional, mira la línea del cuello, el control sobre el aura, si su energía es volátil, es un riesgo, si su energía es predecible, es una garantía,” era el mantra que res