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Capítulo 3: La Travesía de la Marca

Rhea avanzó, sus pies descalzos apenas rozaban la tierra bajo ellos, como si el mundo mismo temiera tocarla. El bosque de Andhal la envolvía en una quietud ominosa, como si cada árbol, cada sombra, estuviera observándola, esperando el momento en que la joven cayera de rodillas ante lo que se encontraba más allá. El aire, pesado por la humedad, la llenaba con un aroma a tierra mojada, a hojas secas, a vida antigua que la naturaleza había guardado en secreto durante siglos.

El incendio que había consumido la aldea de Grevan aún ardía en su mente, no por el terror, sino por la sensación de poder que había brotado de su propio ser. Aquel destello dorado, esa energía que había fluyendo como un río indomable, había marcado un antes y un después en su existencia. La marca en su espalda, hasta entonces una carga, una maldición, se había convertido en algo más. Algo que no podía comprender, pero que la llamaba, la impulsaba a seguir adelante.

La noche ya caía, pero Rhea no sentía el frío. Algo en su interior la mantenía caliente, vibrando, como si estuviera conectada a una fuerza primordial, un eco de algo más grande. En su corazón, una pregunta repetía su mantra: ¿Qué soy? Y la respuesta no llegaba, al menos no de la manera que había esperado. De alguna manera, sentía que estaba a punto de encontrar algo mucho más grande que ella misma, algo que la transformaría por completo.

El sonido de las ramas crujiría de vez en cuando, como si un animal, o incluso algo más, la estuviera siguiendo. Se giró varias veces, pero no vio nada más que la oscuridad de los árboles que se elevaban como columnas hacia el cielo. El corazón de Rhea latía fuerte, pero no por miedo. Era una sensación diferente, como si una puerta estuviera a punto de abrirse y todo lo que había ignorado de su propio ser se le fuera a revelar en un destello cegador.

De repente, un susurro alcanzó su oído. No era el viento, ni el crujir de la tierra bajo su peso. Era una voz, suave pero firme, que surgió de la espesura a su izquierda.

—Rhea...

Se detuvo, sus pasos se hicieron más lentos, casi titubeantes. La voz, como un canto lejano, la había llamado por su nombre. No era la primera vez que escuchaba algo similar. La anciana Lyra había hablado de voces en la oscuridad, de presencias que le susurraban desde el mismo centro del bosque. Pero había algo en esta voz que la paralizaba.

Rhea avanzó hacia el sonido, cautelosa, cada paso sobre la tierra haciendo eco en la silenciosa negrura que la rodeaba. La sensación de estar siendo observada aumentó, el aire se volvió más denso, casi sólido. Cuando dio el último paso, una figura apareció frente a ella.

Era una mujer, alta, con el cabello negro como la noche y ojos que brillaban como brasas al rojo vivo. Su piel, tan oscura como la obsidiana, parecía absorber la luz que caía desde las alturas. Su presencia era imponente, casi sobrenatural. Rhea, sin embargo, no sintió miedo. No sentía nada más que una extraña atracción, como si esa mujer fuera la respuesta a todas las preguntas que llevaba consigo.

La mujer sonrió, aunque no con alegría. Era una sonrisa que parecía cargar con siglos de historia, de secretos ocultos.

—Has llegado —dijo la mujer, su voz resonando con un eco profundo, como si hablara desde lo más lejano de los tiempos. Su mirada se centró en la marca de Rhea, en las runas que brillaban débilmente sobre su espalda. La joven sintió que algo dentro de ella se agitaba, algo que la conectaba con esa mujer de una manera indescriptible.

—¿Quién eres? —preguntó Rhea, su voz temblando con la incertidumbre que siempre la había acompañado. Sabía que la mujer no era una simple mortal, y aunque sentía un fuego arder en su interior, no estaba segura de si debía confiar en ella.

La mujer no respondió inmediatamente. En lugar de eso, se acercó lentamente, y Rhea, instintivamente, retrocedió. El calor provenía de la marca en su espalda, y sentía que algo dentro de ella se despertaba cada vez que la mujer se aproximaba. Alzó una mano, y Rhea, sorprendida, la dejó acercarse a su rostro. La mujer tocó su mejilla con dedos fríos y fuertes, pero no hubo dolor. En cambio, hubo una corriente de energía que recorrió su cuerpo, la hizo temblar por dentro, y le permitió sentir que no estaba sola. Que nunca lo había estado.

—Soy Taria, la Guardiana de los Espíritus del Fuego —dijo finalmente, su voz llena de un poder insondable. Sus ojos brillaron como si estuvieran ardiendo con el fuego de una vida mucho más antigua que cualquier cosa que Rhea pudiera entender—. Y tú, hija del Fuego, eres mucho más de lo que crees.

Rhea frunció el ceño, sintiendo que las palabras de la mujer la golpeaban como una ola de energía desconocida.

—No entiendo... ¿Qué soy? —preguntó, su voz llena de desesperación. La confusión la embargaba, pero, al mismo tiempo, también había una pequeña chispa de entendimiento, algo que la mujer decía le estaba tocando el alma.

Taria la miró fijamente, y por un momento, Rhea tuvo la sensación de que el tiempo se había detenido. La Guardiana habló de nuevo, y su voz era como el viento entre las hojas.

—Eres la última de los Domadores de Sangre, la heredera de un poder antiguo que ha sido sellado durante siglos. La marca que llevas es la clave para despertar ese poder, un poder que puede sanar o destruir, depende de quién lo controle. —La mujer hizo una pausa, como si sopesara sus palabras antes de continuar—. El fuego que llevas dentro no es solo un arma. Es la fuerza que puede restaurar el equilibrio en este mundo fracturado o destruirlo por completo.

Rhea no dijo nada. No sabía qué pensar. Sentía que todo lo que había creído sobre sí misma, sobre su vida, se desmoronaba como castillos de arena. Su mente, agitada por las palabras de Taria, se llenó de preguntas que no podía comprender.

—Pero... —dijo finalmente, su voz vacilante—, ¿por qué? ¿Por qué a mí?

Taria sonrió, y en su sonrisa había una mezcla de compasión y gravedad.

—Porque el fuego siempre ha sido tu destino, Rhea. Desde que naciste, fuiste marcada para llevar el peso de una profecía que muchos temen, y pocos entienden. El linaje de los Domadores de Sangre no fue aniquilado por accidente. Los que temen el poder de tu raza han hecho todo lo posible para borrarlo, para que nunca se cumpla. Pero lo que se olvida no se destruye. Y lo que se teme no desaparece.

Rhea quedó en silencio, las palabras de Taria golpeando su mente una y otra vez. Algo en su interior, algo profundo, comenzaba a entender lo que la mujer decía. Pero, al mismo tiempo, había algo en su pecho que la llenaba de incertidumbre. ¿Estaba lista para lo que esto significaba?

—¿Y ahora qué? —preguntó, sus palabras casi un susurro.

Taria la observó durante un largo momento, luego asintió lentamente.

—Ahora, debes encontrar lo que te pertenece. Y debes prepararte para lo que viene. El fuego se ha despertado, pero aún no ha mostrado toda su fuerza. Tú serás la clave para lo que está por venir.

Antes de que Rhea pudiera hacer más preguntas, la figura de Taria comenzó a desvanecerse, como humo que se disipa en la brisa. La joven intentó alcanzarla, pero sus manos solo tocaron aire.

Cuando finalmente la figura desapareció por completo, Rhea se encontró sola, de nuevo en el bosque. La sensación de poder seguía palpitando en su pecho, y aunque las palabras de Taria seguían resonando en su mente, Rhea sabía que su viaje apenas comenzaba.

Lo que Taria había dicho seguía retumbando en sus oídos. "El fuego se ha despertado". La pregunta ahora era: ¿Estaba lista para enfrentarlo?

Y la respuesta, aunque le doliera aceptarla, era que aún no lo sabía. Pero en su corazón, algo dentro de ella ardía con una fuerza incontrolable. Sabía que no podía dar marcha atrás.

Con el paso firme y la marca en su espalda brillando débilmente, Rhea continuó su camino por el bosque. El destino ya la había marcado, y aunque no comprendiera la magnitud de lo que venía, sentía que estaba más cerca de entender el propósito que el fuego le tenía reservado.

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