Capítulo 120-Lina

¿Qué m****a es ese maldito sonido?? No quiero abrir los ojos, no tengo intención de hacerlo, pero ese PIP-PIP me está poniendo nerviosa... Sin embargo, trato de abrirlos con lentitud, ya que mis párpados pesan; logro hacerlo, pero me cuesta acostumbrarme a la luz e instintivamente los vuelvo a cerrar. Inspiro profundo y lo vuelvo a intentar, con mayor cuidado. Los abro, pestañeo varias veces hasta que me acostumbro a la luz, y observo a mi alrededor; veo paredes blancas, camillas a mis lados, máquinas «de esas cosas viene ese molesto sonido». En ese momento, todos los recuerdos se abalanzan en mi cabeza; Dany, el tipo que me torturó, la tortura, la casa, Alex abrazándome, Gaby gritándome, Ian... Ian agarrándome, y luego... Nada...

Miro a mí alrededor otra vez, buscando saber dónde estoy y cómo llegué aquí, escucho voces fuera de la habitación, pero no distingo a quiénes pertenecen; miro mis brazos y veo agujas en ellos. Con un movimiento en seco me las saco, y me siento con tanta brusquedad que un dolor profundo en mi abdomen me hace jadear; hago a un lado las sábanas y me levanto la bata para buscar la causa de ese dolor, encuentro vendas en varios lugares de mi estómago y pecho, las hago a un lado. Oh, Dios mío... No las había visto tan profundas cuando salí de ese cuarto.

—Mi ombligo... —susurro al ver una aureola bien marcada a su alrededor.

Entonces vuelvo a recordar a Ian disparándole en la cabeza al idiota que me hizo esto; él forcejeando conmigo y... otra vez nada. Ian me desmayó de la misma forma que lo hizo Dany.

Dany... ¿Qué pasó con él? Tengo que levantarme y averiguar dónde está, tengo que encontrarlo y matarlo para terminar con esto de una buena vez.

Me siento al borde de la cama y pongo los pies en el suelo para levantarme.

—¿Qué haces? —Levanto la vista y lo veo acercándose a mí desde la puerta.

—Alex... —inevitablemente, lágrimas empiezan a caer por mi rostro, empañándome la vista de ese hombre que me tiene loca.

Él corre hacia a mí y me rodea en sus brazos, pegándome a su cuerpo.

—Shuu... Tranquila, yo estoy aquí —susurra en mi oído, pero yo no ceso de llorar—. Estás a salvo —habla con una voz suave y tranquilizadora. Me separa de él y me mira a los ojos, veo sus pupilas azules y me pierdo en ellas, esos ojos me llenan de calma y me ayudan a poder controlar mi llanto—. ¿Cómo estás? —Toma con ambas manos mi rostro, y con sus pulgares limpia mis lágrimas.

—Bien...

—Acuéstate —Besa mis labios; un beso casto, pero con significado.

Con cuidado me recuesta sobre la cama.

—¿Y Dany? —pregunto, mientras observo cómo me cubre con las sábanas.

—Ya no hay por qué preocuparse.

—¿De qué hablas?

—Está muerto —Besa mi frente—. Ya no hay de qué temer, estás a salvo—dice, acariciándome con dulzura.

—¿De verdad? ¿Cómo...? —No me deja terminar la pregunta, me calla apretando sus labios en los míos.

—Confía en mí... Ya no va a hacerte daño.

Yo me relajo en el instante; sí confío en él, siempre lo hice, no tiene que pedírmelo. Lo abrazo, rodeando mis brazos en su cuello e inspirando su aroma; amo ese perfume tan masculino y ácido que emana.

—Te extrañé —musito.

Noto como su cuerpo tiembla con ligereza tras mis palabras; sonrío por dentro al saber que él puede ser impasible en muchas situaciones, pero no cuando está cerca de mí, o cuando le digo lo que siento. Es el hombre más transparente y abierto cuando me expongo a él, porque intencionalmente, él también se expone a mí, y lo más hermoso de eso es que nos gusta ser efímeros el uno con el otro. Somos tan pequeños, y a la vez tan grandes, que nos volvemos piezas únicas ante los ojos de extraños.

—Te extrañé —repite—. Te amo —Besa mi frente, dejando unos según-dos sus labios en ella.

—Te amo.

En ese momento la puerta del cuarto se abre, y entra Gaby junto con Ian.

—Mira —habla Gaby agitando en su mano un pote de helado, sin perder tiempo me siento, apretando la mandíbula por el dolor, para que no noten que me duele. Me acomodo contra la cabecera de la cama y palmeo a mi lado para que se aproxime. Él corre hacia la cama, se acomoda junto a mí en la cabecera y sube sus piernas, cruzándolas por los tobillos, como todo un nene haciendo una travesura, y besa mi frente—. Toma —Me extiende una cuchara y se dispone a destapar el pote.

—No puede comer helado —informa Alex con el ceño fruncido.

—Sí puedo.

—Sí puede —hablamos al unísono y clavamos las cucharas en el helado, para luego engullirlo.

 Sé que deben preguntarse, ¿Gaby no le pregunta cómo está? ¿Cómo se siente? ¿Cómo se encuentra? No, él no lo hace; no lo hacemos. Nuestra forma de decir cómo nos sentimos, o de hacernos saber que ahí estamos el uno para el otro, es en exclusivo de esta manera, sentados uno junto al otro, con helado, sin decir una palabra; nosotros no la necesitamos. Así me enseñó Gaby, así aprendí junto a él; no siempre hacen faltas palabras, a veces, el solo estar y hacer compañía nos dice todo lo que queremos saber, y sentarse junto al otro, que nuestros hombros se toquen... eso, eso quiere decir que nos apoyamos, que siempre vamos a apoyarnos. «Hombro con hombro».

—Así que la trastornada ya está despierta —se escucha decir a Ian, pasa la vista por el helado y luego la vuelve a mí—. Y por lo visto, está mejor también.

Lo miro y entrecierro los ojos.

—Sí. Y hablando de despertar —entono, y lo observo de arriba abajo, tomándome mi tiempo—. Me desmayaste —acuso, apuntándolo con la cuchara y noto como traga saliva; a mi lado, Gaby se ríe entre dientes.

—Sí, bueno... Es que...

—¿No te vas a desmayar, verdad, querubín? —se burla el pelinegro interrumpiendo el balbuceo del rubio.

—No seas idiota —masculla, haciendo que el morocho y mi hombre se carcajeen a gusto—. Lo siento, Lina, pero había que sacarte de ahí —Toma una respiración profunda—. Estabas en shock, no tuve otra opción —Agacha su mirada y yo hinco la cuchara de nuevo en el pote, la llevo a mi boca y degusto el helado.

—¿Algunas vez estuviste desmayado? —le pregunto, como quien no quiere la cosa.

—¿Qué? —dice mirando a nuestros espectadores.

—¿Si algunas vez estuviste desmayado? —repito mi pregunta y me llevo otra cucharada a la boca.

—No —titubea—. No, nunca —asegura con lentitud.

—¿Entonces, no sabes lo que se siente? —Estrecha sus ojos y luego le dedica una mirada a Gaby, quien se eleva de hombros.

—No, no lo sé —suspira, y yo sonrío.

—Ya lo sabrás —Llevo otra cucharada a la boca, y sus ojos se abren de manera cómica—. Este helado está muy bueno, chocolate con almendras caramelizadas, mi favorito —exclamo con la boca llena.

—Yo te avisé, y vos no me escuchaste —canta Gaby, una estrofa de una canción de Los Fabulosos Cadillac, para luego meterse una gran cucharada de helado a la boca—. Lo bueno es que ya estás en un hospital —Se carcajea por la mirada de odio que Ian le dedica.

La puerta del cuarto se vuelve a abrir y entra mi hija, corriendo hacia mí y gritando.

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