El amanecer se filtraba tímido por los ventanales de cristal del despacho de Cyrus. Aquel brillo dorado caía sobre la superficie del escritorio, reflejándose en los informes, los contratos y los recortes de prensa que narraban, con palabras grandes y rotundas, lo que muchos ya proclamaban sin temor: la caída de Balmaseda.

Habían pasado semanas de ataques, desconfianza y fuego cruzado. Pero esa mañana, por primera vez en mucho tiempo, el imperio de Cyrus parecía respirar con libertad.

El teléfono vibró sobre la mesa. Era un mensaje de su asesor jurídico:

“La Corte ha rechazado la apelación. El caso está cerrado. Eres oficialmente libre de toda acusación.”

Cyrus permaneció unos segundos mirando la pantalla, sin mover un músculo. No podía creer que todo había salido a la perfección.Luego, exhaló profundamente. No fue una sonrisa lo que se dibujó en su rostro, sino algo más grave, más silencioso: una mezcla de alivio y amargura. Sabía que esa victoria tenía un precio, uno que se medía en