La carretera había quedado atrás como una cinta gris y ordenada. El coche había cruzado las últimas aldeas, y cuando Isabel miró por la ventana la campiña desplegada con la serenidad de quien no sabe de tragedias, creyó por un segundo que el aire del pueblo iba a limpiarla por dentro. Valentina había conducido con esa seguridad glacial que le gustaba mostrar —los dedos prendidos al volante como si sujetara un cetro—, y en el asiento del copiloto había hablado con una voz medida, llena de esa efusión afable que tanto había practicado para sembrar confianza.
—Mira qué día tan bonito —había dicho Valentina—. ¿No te parece que el campo nos viene bien?
Isabel miró a Valentina con una mezcla de recelo y sorpresa que había querido ahogar en cortesías todo el trayecto. La tarde se había ido desplegando entre risas forzadas y silencios que cada vez pesaban más; el coche avanzaba sobre la carretera secundaria, bordeada de chopos y parcelas que olían a tierra húmeda. La luz declinaba suave, como