꧁ ISABEL ꧂
Me desperté sobresaltada y me quedé tendida un rato, mirando el techo como si las grietas pudieran sostener mis pensamientos. Era de noche; la oscuridad tenía un peso distinto, más denso, como si toda la casa hubiera puesto una mano sobre el silencio. Al principio estuve embotada, con la cabeza hecha una gelatina perezosa, esa sensación pegajosa que deja un sueño mal interrumpido. Me quedé allí, inmóvil, dejando que el latido lento del cansancio me marcara el tiempo.
Pero la mente no esperó. En cuanto mis neuronas se despertaron un poco y comenzaron a encenderse, me vino todo a la cara de golpe: la habitación iluminada por monitores, la figura inerte de mi madre en la cama, el médico murmurando la hora. El recuerdo fue una película en blanco y negro que se incrustó en mi pecho. Vi su rostro—tan conocido, tan cercano—inmóvil como una estatua, y la noticia me golpeó con la violencia de un portal que se cierra de golpe.
No pude evitarlo. Las lágrimas comenzaron a brotar sin pe