Durante un segundo, Alejandro no reaccionó.
Su mente, agotada por la noche y el desastre, necesitó ese instante para aceptar lo que estaba viendo: el auto estacionado frente a la verja, el brillo familiar del metal bajo el sol, la silueta erguida tras el parabrisas.
No era una ilusión.
Era Valentina.
Una oleada de incredulidad lo recorrió de pies a cabeza, tan rápida que sintió cómo el corazón le golpeaba las costillas. Se enderezó, separándose del ventanal, como si el cristal pudiera quemarlo. No podía estar allí. No debía estar allí. Le había dicho que no viniera. Se lo había dejado claro. Le explicó que se quedaría unos días en la finca resolviendo los preparativos del funeral, que era un asunto delicado, que no quería visitas.
Pero Valentina nunca entendía de límites.
Ella los interpretaba como desafíos.
El motor se apagó, y el silencio que siguió fue peor. Alejandro casi podía imaginar su perfume incluso sin que abriera la puerta: ese olor caro y penetrante que llenaba cada habit