La lluvia había decidido no ser generosa esa mañana: apenas un rumor de gotas que pintaba la ciudad en vidrios sucios y dejó un olor a tierra mojada colgado en el aire. Valentina eligió el lugar con la precisión de alguien que sabe que los escenarios importan: un café escondido en un cruce de calles donde las miradas se pierden con facilidad, mesas separadas por macetas altas y la música apenas lo bastante baja como para que una conversación comprometida suene sólo para quien la comparte.
Carmen llegó. Su gesto era una mezcla de orgullo y una fatiga que no supo suavizar con palabras. Valentina ya estaba sentada cuando ella entró, una taza de té reposaba en la mesa, todavía humeante como excusa de normalidad. El rostro de la mujer era una máscara fría: sonreía, tomaba sorbos, y sus ojos no dejaban de ser, a la vez, cuchillos de observación.
—Gracias por venir —dijo Valentina, sin levantar la voz—. Siéntate.
Carmen obedeció. No era tanto el dinero lo que la movía a cruzar la puerta esa t