El motor apenas había terminado de ronronear cuando Valentina abrió la puerta del auto con la misma delicadeza teatral con la que siempre actuaba cuando necesitaba ser vista como una victima. El aire de la tarde se pegaba a los vidrios; olía a tierra caliente y a gasolina, a la vez que en el interior del Audi (el auto que Alejandro usaba los martes) todo conservaba esa pulcritud casi obsesiva que él disfrutaba: cuero negro, costuras impecables, una luna de cristal que reflejaba la pantalla del GPS.
Valentina subió despacio, como si cada movimiento le costara. Su mano se apoyó en el borde del asiento y en el tablero, y por un instante Alejandro no supo si era torpeza o dolor. Ella eligió la segunda opción.
—Me… —murmuró, con la voz fragmentada— me duele mucho, Ale.
No era un lamento de libro; era mejor: una nota precisa, dos sílabas bien puestas en un tempo que sabía causar alarma. Alejandro cerró la puerta con brusquedad, el sonido resonó como un fallo en la escena que había planeado