La mañana se deslizó en la finca con la lentitud encantadora de los lugares que no pertenecen al tiempo de la ciudad. El sol entró en tiras por las persianas de la habotación principal y pintó la mesa de desayuno con reflejos dorados. El aroma del café recién hecho hizo que las manos de Isabel se tensaran un instante, como si cada olor fuese una memoria. Afuera, los naranjos sacudieron sus hojas con un leve susurro; dentro, la perfección puesta en escena se exhibió como un pequeño altar.
Lorenzo había ido a notificarle que desayunaría en el gran comedor.
La mesa estaba dispuesta con esmero: tazas finamente alineadas, Servilletas de lino que apenas rozaban el borde del plato, una bandeja con tostadas cortadas en triángulos exactos y una jalea de frutos rojos que brilló como una promesa. A un lado, la señora Rojas se sentó con la serenidad que da la fatiga del cuerpo y la ternura infinita de la madre que siempre mira con ojos de perdón. Sus manos, delgadas como recuerdos, sostenían la t