Paula llevaba más de una hora dando vueltas por la habitación, incapaz de quedarse quieta. El médico le había ordenado reposo absoluto, pero ¿cómo podía descansar alguien cuyo corazón no dejaba de sangrar?
Se detuvo frente al espejo.
Odiaba lo que veía.
No físicamente, sino emocionalmente.
—Eres una idiota… —murmuró, pasándose la mano por el rostro.
Había firmado el divorcio.
Había aceptado que lo suyo con Hyden estaba muerto.
Había repetido mil veces que no lloraría por él nunca más.
Pero la verdad era otra.
La verdad era que el simple hecho de imaginarlo lejos… libre…
y sobre todo con otra…
la estaba destrozando.
Y eso la enfurecía todavía más.
—Ya no debería dolerte —se reprochó—. ¡Ya no!
Se sentó en la cama, abrazando una almohada contra el pecho. Sentía rabia, tristeza y vergüenza. Era como si una parte de ella se negara a aceptar que Hyden ya no era su esposo, que él había seguido adelante mientras ella seguía atorada en el mismo sitio.
El teléfon