Mientras Somali y Nolan se desgarraban en el centro del campo, el resto del territorio se había convertido en un campo de guerra. Un infierno de colmillos, garras, tierra ensangrentada y aullidos que perforaban el aire.

Los árboles temblaban con los choques de cuerpos. Lobos de todos los tamaños, colores y rangos se enfrentaban en una danza brutal, caótica y desesperada. No había espacio para errores, no había tiempo para el miedo.

Había lobos de Varhallow cuya misión era clara: capturar. Se deslizaban entre el caos como sombras sigilosas, con los ojos clavados en las lobas más vulnerables, aquellas que no podían o no querían luchar. Algunas eran sorprendidas por la espalda, sujetadas por el cuello y arrastradas entre la maleza, chillando de impotencia. Los capturadores no mostraban piedad, solo obedecían órdenes.

Pero no todas eran presas fáciles.

Las lobas guerreras estaban allí también. Enormes, firmes, con cicatrices marcadas y ojos de fuego. Se interponían entre los enemigos y lo