El viento arrastraba el olor a sangre seca y tierra removida. La frontera del Clan de Nolan había sido vulnerada sin estruendo, sin rugidos que anunciaran la invasión, pero sí con la precisión brutal del lobo que conoce el camino. Dorian había abierto la senda como una cuchilla que corta la carne sin romper la piel. Los centinelas cayeron uno a uno, antes siquiera de comprender que estaban muriendo.

Somali no necesitó mirar atrás. Sentía a sus guerreros detrás de ella, quienes eran lobos silenciosos de ojos curtidos por la guerra. Freya, la Beta, avanzaba a su flanco como una sombra leal. El grupo no era numeroso, pero sí letal. Cada uno de ellos había sido elegido no por afinidad, sino por eficacia. La manada de Dorian era vasta, sí, pero esta venganza no requería cantidad, sino convicción. No todos habían sido llamados, porque no todos entendían que la furia que los guiaba no nacía del rencor, sino de la justicia.

—Ya no hay centinelas —había dicho Dorian minutos antes, con la voz á