El silencio de la habitación de su infancia resultaba abrumador. Mariana contemplaba el techo con la mirada perdida, trazando con los ojos las pequeñas grietas que siempre habían estado allí, como viejas amigas que la recibían después de una larga ausencia. Tres días habían pasado desde que abandonó la mansión De la Vega, tres días que se sentían como una eternidad.
La luz del amanecer se filtraba tímidamente por las cortinas, dibujando patrones dorados sobre la colcha. Mariana se incorporó lentamente, sintiendo el peso de la noche anterior en cada músculo. No había dormido bien. No había dormido bien desde que se fue.
—¿Puedo pasar? —la voz de su madre sonó al otro lado de la puerta.
—Adelante —respondió con voz ronca.
Elena entró con una taza humeante de té y se sentó al borde de la cama. Sus ojos, idénticos a los de Mariana, la estudiaron con esa mezcla de preocupación y sabiduría que solo las madres poseen.
—Tienes ojeras —comentó, entregándole la taza.
—No he dormido bien.
—Porqu