El sol se filtraba por las cortinas entreabertas cuando Mariana abrió los ojos. Por un instante, la desorientación la invadió al no reconocer el techo que contemplaba. Las sábanas de algodón egipcio, el aroma a sándalo y cuero... No estaba en su habitación.
Giró la cabeza y encontró el espacio vacío a su lado, apenas una leve hendidura en la almohada como único testigo de que Alejandro había dormido allí. Los recuerdos de la noche anterior regresaron en oleadas: su vulnerabilidad, las palabras susurradas en la oscuridad, el calor de su cuerpo junto al suyo mientras le contaba retazos de su infancia. No había habido besos ni caricias, solo una intimidad más profunda, más peligrosa.
Se incorporó lentamente, abrazándose a sí misma. La camisa de Alejandro que él le había prestado para dormir le quedaba ridículamente grande, pero olía a él, y eso la perturbaba más de lo que quería admitir.
—Buenos días —la voz de Alejandro la sobresaltó.
Estaba de pie en el umbral de la puerta, ya vestido