El sol de la tarde doraba suavemente la terraza de la mansión Petrova. Anna y Mikhail, ya con el paso del tiempo reflejado en sus cabellos plateados y en las suaves arrugas que adornaban sus rostros, compartían su ritual cotidiano: el té de la tarde.
La brisa marina acariciaba las hojas de los árboles que los rodeaban, y todo el mundo parecía en calma, tal como ellos habían soñado durante años.
Mikhail se apoyaba en Anna, su fiel compañera, mientras miraban el horizonte. Aunque ya no caminaba con la misma facilidad de antes, Anna era su sostén, tanto físico como emocional. Ella, con una sonrisa de satisfacción, lo miraba con amor, recordando todo lo que habían pasado y superado juntos.
De repente, el teléfono de Anna sonó, interrumpiendo la serenidad del momento. Era su tercera hija, una joven de 20 años, quien con emoción y un tono misterioso le pidió que acudieran al faro que les había enviado en una ubicación por mensaje.
—“No dejen de venir, por favor, mamá, y trae a papá contigo