CAPÍTULO 28. DECEPCIÓN.
Narrador.
A Miguel únicamente le faltaba jalarse del pelo. Con la pistola en la mano, pensaba bien su movimiento; incluso calculaba ir con Irina y golpearla por desvergonzada. Le carcomía la rabia al pensar que, de tantos hombres que existen, Irina tuvo que revolcarse justo con un peón.
Levantó su teléfono directo y llamó a sus mejores empleados de confianza, esos que estaban dispuestos a todo por dinero. Y aunque no tenía suficiente, ese préstamo que había solicitado al conglomerado Millán —el cual sería aprobado al día siguiente, según el aviso recibido— poco le importaba usarlo para pagarles a sus matones.
—¿Diga usted qué debemos de hacer? —preguntó uno que le caía mal: Orlando, ese que supo que él y la señora estaban cogiendo desde el día que salieron a montar, pero no dijo nada por la amenaza de Orlando. Este era su momento de romperle la boca al muy gallito.
—Quiero que lo maten, pero que sea lejos de aquí. No dejen rastro que me vincule a nada. Y aunque el infeliz es un pobre