Capítulo 89. Puedo arruinarte.

Maximiliano Delacroix

Ese silencio se volvió casi sólido, como si de pronto el aire hubiera perdido la capacidad de moverse.

El perfume de las orquídeas y el jazmín nocturno, que minutos antes me había parecido un detalle elegante de la velada, ahora tenía un filo ácido.

Amy seguía a mi lado, la mano pequeña entrelazada con la mía. Sentí su pulso acelerado, su leve temblor; toda mi furia, por muy justificada que fuera, también la había golpeado a ella. Su calor era la única cuerda que me mantenía en equilibrio y medianamente cuerdo, el único recordatorio de que todavía podía contenerme.

Entonces, un sonido áspero quebró la quietud.

Adrián se enderezó despacio. Se limpió la comisura de los labios con el dorso de la mano; la sangre, oscura en la luz plateada de la luna, brilló como una herida abierta.

Sus ojos, encendidos, buscaron los míos con un brillo que no era solo rabia: era odio puro, destilado en cada milímetro de su mirada.

—¿Eso es todo? —escupió con una sonrisa torcida—. ¿Uno
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