Capítulo 232. El nombre del traidor.
Maximiliano Delacroix
Mis escoltas, llevaron a José Velasco hasta la Sala de Reuniones 3. Yo fui detrás de ellos.
Era una habitación rectangular, paredes de vidrio reforzado y cortinas automáticas para impedir cualquier visión desde afuera. La puerta se cerró con seguro automático, y el sonido del bloqueo fue claro, metálico.
Él caminó como si no le importara nada. Sus manos seguían vacías. Ni siquiera intentaba intimidar. Eso era lo que más me inquietaba y me parecía más peligroso: porque cuando un hombre está calmado, viene con un plan, no improvisa.
Los guardias lo empujaron hacia la silla del centro. No lo tocaron con violencia, pero sí con firmeza. Velasco levantó la mirada y me observó como si estuviéramos en una conversación normal, en un almuerzo, como si hubiera venido a hacer una oferta de negocios.
—Pueden salir —ordené.
Los dos guardias salieron. Cerré la puerta. Quedamos solos. Sin ruido. Sin distracciones.
Me acerqué al panel de la pared y desactivé las cámaras internas.