Capítulo 20. El abrazo que lo cambia todo.
Amy Espinoza
El reloj en la pared parecía no avanzar. Tic tac.
Un segundo eterno.
El aire en la celda era espeso, cargado de humedad y desinfectante barato.
Caminaba de un extremo a otro, con los brazos cruzados sobre el pecho, como si así pudiera contener el temblor que me recorría. Mis zapatos resonaban sobre el suelo frío, cada paso una repetición de mi propia impotencia.
Me había prometido no llorar. No más lágrimas, no más debilidad. Pero la angustia era como un animal vivo dentro de mí, royendo las costillas, trepándose hasta mi garganta.
No entendía por qué Adrián había llegado tan lejos. ¿Por qué acusarme de robar un coche que sabía perfectamente que nos pertenecía? ¿Por qué ensañarse conmigo de esa manera?
Cerré los ojos un segundo. La respuesta estaba ahí, como un veneno que conocía demasiado bien: porque podía. Porque disfrutaba viéndome quebrar. Porque le encantaba demostrarme que siempre tendría el poder de hundirme cuando quisiera. Porque quería a orillarme a volver con