Capítulo 168. Cerrando heridas.
Adrián Soler
A veces uno vuelve a un lugar solo para comprobar que ya no pertenece allí. Eso sentí cuando crucé la verja de la casa que compartí por años con Amy y Mía.
El jardín seguía igual, con las buganvillas creciendo sin control y la terraza donde muchas veces las encontré mirando las estrellas.
Los meses que la casa había estado sola, había dejado sus huellas en todo: la pintura un poco desteñida, polvo en el suelo y ventanas. El portón que seguía chirriando como antes y, aun así, seguía siendo hermosa.
No por lo que era, sino por lo que representaba. Allí empezó todo. Allí amé a Amy por primera vez, y allí también la perdí, porque la dejé.
El sol de la mañana caía oblicuo sobre la fachada, y por un segundo me pareció escuchar su risa, los pasos de Mía, los domingos de desayuno y café.
Esa vida que destruí por mi ego y por las voces que confundí con verdad. Entre ellas, la de mi madre.
Saqué los papeles de la carpeta que llevaba bajo el brazo. El viento los agitó con fuerza, co