La luz tenue del amanecer se colaba por las cortinas, pero para Alice, la mañana llegó teñida de una resaca amarga y punzante. Abrió los ojos con la mente completamente nublada, el alcohol de la noche anterior aún no se había disipado del todo, y sus sienes latían con un dolor sordo. Sin embargo, lo más insoportable no era la jaqueca, sino la persistencia de las imágenes de anoche, reproduciéndose sin cesar en su cabeza como una película de terror: Mariana, la secretaria, llegando al despacho de Damian a altas horas de la noche, la frialdad en la mirada de su esposo, el desprecio silencioso que flotaba en el aire de su hogar. Alice se obligó a sí misma a no pensar en ello. Hoy era el cumpleaños de su madre y tenía que animarse; no podía permitir que su madre notara nada extraño.

Al notar que estaba en la habitación de invitados, intentó levantarse cuidadosamente de la cama y, para su sorpresa, Carla entró en la habitación con desayuno y café para ella.

—Buenos días, señora Anderson —s