El olor a humedad era lo de menos. Después de tres días encerrada en esa celda subterránea, Ellis ya no se inmutaba por los detalles. El verdadero problema era el silencio. No el silencio real —porque a veces escuchaba pasos, murmullos, la tos de algún guardia—, sino el otro, el que venía de afuera. Nadie había intentado contactarla. Nadie había entrado a negociar. Nadie había traído noticias.
Eso solo significaba una cosa: querían que se quebrara.
Pobres imbéciles.
Se acomodó contra la pared, con la espalda erguida y la mirada fija en el punto donde la luz de la bombilla parpadeaba. Era un patrón, y los patrones hablaban. El parpadeo ocurría cada nueve segundos. Había cronometrado todo. Las rondas de los guardias. El sonido de los generadores. Incluso el momento exacto en que uno de ellos —el más joven, probablemente nuevo en el juego— se detenía frente a la puerta como si quisiera decirle algo… pero no se atrevía.
Había sangre seca en su mejilla, cortes superficiales en los brazos y