Cap 1

Me arrancaron de mi hogar con el sonido de la lluvia pegándose a la tierra como platos rotos. Tenía catorce años. Demasiado pequeña para todo lo que vino después, demasiado joven para aprender a vivir con el peso de lo que otros desean.

 Recuerdo la noche como si la tuviera pegada en la piel: el barro frío que se pegaba a los pies, el ruido seco de ramas quebrándose por encima de nuestras cabezas, y la respiración entera de la manada convertida en un tamborante que me empujaba hacia adelante. Elara apretó mi mano hasta doler; la sentía como un ancla. Teníamos el pecho latiendo a la misma velocidad, los pulmones llenos del mismo miedo.

 Los hombres llegaron como sombras con cadenas. No los vi acercarse, sólo sentí el frío metálico clavarse en mi carne cuando el mundo gritó. Hubo fuego, un olor a pólvora mezclado con la humedad del bosque, y luego la tierra se convirtió en un hueco de érase una vez. Me empujaron, nos lanzaron hacia fuera como si fuéramos objetos. Las palabras se deshilacharon en gritos que no alcanzaron a ser nombres.

 Me llevaron lejos. El mundo conocido se hizo pequeño hasta hacerse un punto negro en la memoria. Dentro del vehículo olía a sudor viejo, aceite y a la amalgama de otros cuerpos asustados. El mundo entero vibraba bajo el metal. Sentí que me volví polvo: la sangre calentándose debajo de la piel, la sensación de que algo en mí se aflojaba y se desprendía. No fue un único momento, fue una hilera interminable de momentos que me fueron quitando pedazos.

 La primera noche en la celda fue el inicio de la costumbre. Nos arrojaron a una cámara de hormigón que olía a humedad y orina; el latido del aire resonaba como si hubieran sellado un tambor. Me inmovilizaron, me redujeron el nombre. Me llamaron “omega” como si fuera una etiqueta de transporte. Elara y yo compartíamos el poco calor que quedaba entre nosotras; la recuerdo temblando con las manos trabadas en mis muñecas.

 El primer dolor real no fue la carne que ardía, sino la constatación de que mi cuerpo podía dejar de ser mío. Sentí manos ajenas como un peso que se posaba en mi espalda y me aplastaba hasta dejarme sin aliento. No puedo describir la vileza en palabras sin que suenen pequeñas: la humillación tiene un olor propio, una mezcla de sudor, miedo y la sal amarga de la esperanza rota. La noche se llenó de silbidos, de órdenes murmuradas como si se repartieran algo valioso entre ellos. Nosotros éramos lo valioso.

 Viktor era una sombra más grande que las otras. Su presencia se anunciaba con el rechinar de botas y con un aliento que sabía a tabaco barato y a metal. Había algo en la forma en que inclinaba la cabeza que despedazaba. Cuando me tocó por primera vez, no hubo palabras, solo presión y la sensación de que me estaban probando como se prueba un vestido viejo: por la costura, por la tela. Yo pensé en correr, en morder, en desgarrarme. Mis manos encontraron barro en el suelo; mis uñas escarbaban la tierra con una energía vieja y ciega. Me mordí la lengua hasta sentir el sabor metálico y el llanto quedó atrapado allí, denso como ceniza.

 Al principio hubo golpes porque había una deuda que tenían que saldar con mi resistencia. Me colgaron una vez, me hundieron en el frío, me hicieron permanecer en posiciones que me dejaron los huesos vibrando como cuerdas de un instrumento roto. El látigo no siempre deja marcas visibles; a veces lo que marca es la manera en que la respiración se vuelve medida, cómo el cuerpo aprende a contener un grito para no crear más motivos para el castigo. Aprendí a respirar en silencio, a medir mis inhalaciones por el compás de la puerta oxidada que se abría y cerraba.

 Las noches eran listas de humillaciones: comida fría dejando un regusto ácido en la lengua; un líquido que me daban y que prometía sueño pero traía un calor que me volvía torpe; sonidos que acariciaban mi oreja para recordarme que no tenía privacidad ni interior. Me administraban sustancias para quebrar ritmos, para desactivar mi propio reloj corporal. Había un propósito en todo: convertirme en algo más dócil, más predecible. Convertirme en apta para ser usada, y luego, cuando el cansancio lo permitía, aplazar un poco el frío con palabras que parecían promesas y sabían a mentira.

 Elara, tan viva, tan frágil, empezó a apagarse como una lámpara a la que le quitan el aceite. La vi dormirse de un modo que no retornaba: un día no respondió cuando la sacaron a la puerta y la noche siguiente su cuerpo no tenía ese temblor que, antes, parecía sostenerla. Cuando la encontré inmóvil, su piel había perdido el rubor joven; su respiración era solo un rumor vencido. Había cicatrices en su cuello que narraban historias sin voz. En ese momento, la loba dentro de mí gimió, con una pena que era más animal que humana. Yo me quedé quieta, pasmada, porque llorar implicaba entregarles otra victoria.

 Selene, mi loba, fue la primera en irse. Lo sentí como cuando se apaga la llama de una vela y el cuarto se hace más grande. Primero perdí la intuición en la oscuridad: ya no veía con el mismo filo cuando la noche me abrazaba. Después vino la lentitud en la curación —cortes que tardaban semanas en sellarse, moretones que ardían más tiempo— y con eso, la sensación de ser menos que yo misma. Era como si me hubieran quitado un idioma con el que hablaba el mundo; ese idioma lo llamábamos manada y una parte de mí ya no sabía conjugarlo.

 El sistema que me mantenía era perverso por diseño. En esa sociedad de lobos, las omegas tenían un valor que los otros calculaban con números invisibles: podían sostener, resistir, parir. Eran piezas necesarias para que los lineajes siguieran. Allí donde la fuerza bruta se mezclaba con la avaricia, nos convirtieron en mercancía. Me enseñaron, con golpes y silencios cuidados, que mi utilidad era más importante que mi vida. Y cuando la utilidad decrecía, la rabia que despertaban en ellos se volvía más cruel.

 Aprendí a entumecerme. Aprendí que la imaginación podía ser un cuarto seguro si la cerraba con llave. Imaginaba selvas donde Selene corría libre; imaginaba manos que no me tocaran; imaginaba una puerta que no se abriría de maldad sino con una promesa de agua caliente. A veces me engañaba a mí misma con pequeños rituales: frotarme las muñecas con la manga hasta que el dolor se volviera familiar y, de ese modo, menos aterrador.

 El cuerpo, sin embargo, recordaba. Los huesos saben. Los músculos registran. La carne memora el mapa de cada abuso. Caí en la costumbre de contar las horas por los ruidos: los pasos, el metal, las risas apagadas. De día me doblaba para que las sombras me protegieran; de noche, apretaba los dientes hasta volverse esmalte gris. La humillación se convirtió en un paisaje que aprendí a recorrer sin tropezar.

 Aún así, guardaba una llama pequeñísima, casi imperceptible. No era esperanza plena; era la humedad que impide que un papel se haga polvo: tenue, insistente. Cuando cerraba los ojos, a veces veía un recuerdo que ardía con la claridad de antes del agujero: una manada bajo la lluvia, el olor de la madre, el aullido que nos unía. Esa memoria me recordaba que hubo un tiempo en que pertenecía a algo que no me vendía y no me usaba.

 Y entonces llegó la explosión —el estruendo que reacomodó hasta las piedras del sótano— y la celda tembló como si alguien hubiese sacudido mi antigua vida con fuerza. No sé si fue la mano de un aliado o la de otro enemigo del sistema; no puedo nombrar lo que no vi. Lo único que recuerdo es el polvo cayendo del techo, el ruido de barras doblándose, el sabor del miedo mezclado con la posibilidad. Fue la primera vez en años que la rutina falló. Fue la primera vez que mi cuerpo, cansado y con costillas que dolían al respirar, percibió algo que no era la costumbre del castigo.

 Al mirar atrás, me doy cuenta de que la historia no es solo la suma de los malos actos que me hicieron. Es la acumulación de sentidos que me volvieron resistente: el olor de la lluvia en la tierra, la textura del barro en las uñas, el calor de la mano amiga en una noche de frío. Es por eso que recuerdo cada cosa con tanta claridad. Y es por eso que, cuando la oscuridad se hizo polvo, algo dentro de mí escuchó la posibilidad de moverse.

 No sé si podré volver a ser la que fui. No sé si reemprenderé la senda de Selene. Lo que sí sé es que aquello —la pérdida, las marcas, la forma en que el dolor se hizo costumbre— está tatuado en mí. Y si algo me devolviera la voz algún día, no sería para suplicar.

 Sería para gritar.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP