Mundo ficciónIniciar sesiónFlashback
Liora
El zumbido en mi cabeza es constante, como si miles de avispas revolotearan bajo mi cráneo. Apenas puedo abrir los ojos. Cada intento es un martirio: párpados hinchados, músculos rígidos, dolor palpitante.
El hedor me golpea antes que la memoria: humedad rancia, óxido, orina vieja.
Sigo aquí. En este cubículo subterráneo que llaman celda, de cinco por cinco, sin luz, sin ventanas, sin esperanza. Alguna vez supe el número de días. Ahora sólo distingo los castigos. Y esta noche, la oscuridad es absoluta.
Eso significa que está enojado. Que habrá más.
Me giro con dificultad, mi cuerpo protestando por cada movimiento. La paliza de esta tarde me dejó como si hubiera sido atropellada por un camión. Uno con clavos por ruedas. Trato de tocar mis costillas. No estoy segura si siguen enteras.
Mi piel está pegajosa, como si estuviera cubierta de aceite, sangre seca y mugre.
Y entonces lo siento.
Él está aquí.
El aliento podrido de Viktor me roza la nuca antes de que lo escuche.
—Despierta, muñequita… —susurra, tan cerca que me congelo.
Retrocedo a ciegas, chocando contra la esquina metálica de la celda. El aire se me escapa en un jadeo involuntario. Él se ríe, bajo, como si disfrutara de cada latido que acelera en mi pecho.
—No lloraste esta vez… —su voz ronca es un cuchillo que corta la oscuridad—. ¿Tan rota estás que ni siquiera puedes darme eso?
Mis manos tiemblan, pero no le respondo. No puedo. Hace años que decidí dejar de hablar. Mis últimas palabras fueron una súplica inútil: “Por favor, no me encierres ahí”.
Y él me encerró. Desnuda. En el congelador.
—¿Vas a quedarte muda toda la noche, Liora? —gruñe, justo antes de que el chirrido oxidado de la puerta de la celda se abra.
No tengo tiempo de reaccionar. Me agarra del cabello y me arrastra fuera, mi cuerpo desnudo rasgándose contra el concreto frío. Siento cómo mis rodillas se abren otra vez, sangrando por heridas que nunca sanan. No grito. Ya no.
No lo hice la última vez, ni la anterior.
No lucho. No suplico.
Cada palabra que me robó fue un hilo más que me deshilachó.
Y ya no queda nada.
Viktor me lanza contra la pared. Su superficie helada se clava en mi espalda huesuda. Él aprieta su mano alrededor de mi garganta. No con fuerza total al inicio, no. Solo lo suficiente para asfixiarme lentamente, para obligarme a decidir si respiro o cedo.
Un hilo cálido resbala por mi muslo.
Él se ríe.
Otra vez.
—Mírate… Te ves deliciosa cuando tienes miedo.
Su voz es una peste que me quema los oídos. Mis pies no tocan el suelo y la presión en mi cuello es insoportable.
—¿Lágrimas a cambio de comida caliente? ¿O te sigo dejando las sobras adulteradas?
Mi estómago se revuelve. La comida siempre llega fría. A veces con algo más que especias. Tal vez fue eso lo que mató a mi loba interior… A Selene. Cuando la perdí, también perdí mi don de sanación, mi visión nocturna, todo.
Viktor lo sabe. Le encanta recordármelo.
Mis uñas están rotas. Literalmente. Una vez intenté arrastrarme fuera de esta jaula y me las arrancaron de un tirón. Desde entonces, no me muevo. No corro. No pido.
Solo existo.
Y eso, a veces, es más doloroso que morir.
—¿Sabes qué me excita más que tu silencio, pequeña? —sisea junto a mi oído—. Saber que no tienes a dónde ir. Esta noche eres mía. Toda. Mía. Tengo permiso… y el alfa que pagó por ti quiere que estés presentable.
Mi piel se hiela. No por la temperatura.
Por lo que viene.
—¿Sabes a qué? —dice mientras me lame la mejilla—. A desesperación. Y eso, cariño, es lo más adictivo que hay.
Lo siguiente es borroso. Me da una droga, como siempre. Esa maldita sustancia que obliga al cuerpo de una omega a entrar en celo artificial. Las convulsiones comienzan en minutos. Ardor interno. Calambres. Mi cuerpo responde incluso cuando mi mente está gritando que se detenga.
Él me tira sobre la jaula metálica, mi abdomen se hunde entre los barrotes, mis talones sangran por las botas de acero que aplastan mis pies. Y sin una sola palabra más, me penetra. Feroz. Frío. Animal.
Mi mundo se reduce al dolor y al rugido en mis oídos.
Y justo cuando creo que no puede empeorar…
La habitación tiembla.
Un estruendo sordo.
Una explosión.
Y por un momento, un destello. No de esperanza. Sino de caos.







