—¡Gran Dios, pequeña Luna! ¡Me alegra verte! —exclamó mi hermano apretándola contra su pecho.
—¡Mendel! —tenté, alarmado.
Como hablarle a una pared. Mi hermano la soltó, ignorando la mirada fulgurante de Risa y sus puños crispados, y se volvió hacia los niños, que lo observaban petrificados, bien conscientes de que Risa parecía a punto de asesinarlo.
—¿Listos para irnos a casa, pequeños? —les preguntó, revolviendo pelo y palmeando hombros a su alrededor.
Risa se volvió hacia mí, los ojos encendidos, agitada en su esfuerzo por contener su furia. Iba a usar la voz de mando para echarlo, pero mi hermano volvió a enfrentarla con esa sonrisa afectuosa que sólo a ella le obsequiaba.
—Si no quieres viajar con nosotros, sólo precisas decirlo, hermanita. Aguardaremos fuera. —