El niño se cuidó de no distraerme de mis lúgubres cavilaciones hasta que notó que había bebido todo el té. Entonces tocó mi cuenco con gesto tímido, señalando el caldero donde aún quedaba agua caliente.
—Dime, Harald, ¿en verdad crees que ella es tu madre? —pregunté, aunque procuré emplear un tono tan suave y cálido como podía.
El niño desvió la vista hacia la cuadra donde dormían los demás y se encogió de hombros con una mueca fugaz.
—No. Es demasiado joven —murmuró—. Pero los pequeños sí lo creen. Y es lo único que tenemos.
Su suspiro me estrujó el corazón, enfrentándome de bruces con un aspecto de la situación de los niños en la que hasta entonces no reparara. Porque si bien Risa los había liberado, también er