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Dejamos a los más jóvenes ocupados y me adelanté con Mendel y Ragnar hacia el linde de la franja boscosa, donde continuaba la estepa. Fuera del reparo de los árboles, la vibración se sentía aún más y aquel sonido a trueno muy lejano parecía llenar el vasto erial.

Entonces vimos una línea oscura en el horizonte, delgada y alargada, que no tardó en elevarse bajo el cielo encapotado.

—¡Pájaros! —exclamó Ragnar.

Tenía razón, pero no se trataba de una simple bandada. A medida que se acercaban a nosotros, pareció que una sombra oscura se expandía sobre la estepa, y el viento nos trajo los trinos y graznidos de alarma de cientos de aves.

En ese momento fue como si estuviéramos parados sobre una alfombra y alguien jalara de ella bajo nuestros pies.

La tierra misma se movió. Nada exagerado, pero lo bastante notorio para que los tres extendiéramos los brazos a los lados, porque sentimos que nuestro equilibrio vacilaba.

Y allá a lo lejos, en el horizon

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