Aprovechamos que aún nos hallábamos en terreno elevado para buscar el origen de aquel sonido inconfundible. Y lo avistamos varios kilómetros más adelante, a poca distancia del camino. Tres figuras humanas intentaban capturar a un caballo idéntico al que viéramos en el bosque.
Habían logrado enlazarle el grueso cuello, pero el animal no parecía dispuesto a someterse. Como buen caballo de batalla, encabritándose, lanzaba coces y mordiscos, que impedían que los humanos se acercaran.
—¡Vamos! —ordené, y nos lanzamos los cinco ladera abajo a todo correr.
En pocos minutos, el camino nos llevó a rodear la base de una loma que nos ocultaba lo que ocurría. Los humanos se asustaron tanto al vernos llegar, que soltaron el extremo de la cuerda con que enlazaran el caballo y huyeron despavoridos. Lo cual para ellos, en ese lugar y en esa época del año, significaba tambalearse con la nieve hasta las rodillas y caer cada pocos pasos, sus movimientos entorpecidos por toda la ropa de abrigo que cargaba