Despierto con una punzada en la nuca, un cosquilleo extraño en el brazo izquierdo y la sensación incómoda de tener algo —o alguien— demasiado cerca. Parpadeo varias veces hasta que mis ojos logran enfocarse. Y entonces me doy cuenta: nos quedamos dormidos en el sillón.
—Ay, no… —murmuro, intentando incorporarme sin desarmar a Alejandro, que duerme como si fuera una estatua griega: hermoso, quieto y totalmente fuera de lugar en mi pequeño sofá.
Su cabeza está apoyada en mi pecho, una de sus piernas colgando por el costado, y su mano aún en mi cintura como si el universo se fuera a desarmar si me alejo un centímetro. La manta cubre la mitad de su espalda, mientras que yo tengo una rodilla fría y el cuello hecho trizas.
Intento moverme con cuidado, pero siento un chasquido sospechoso en mi espalda.
—Auch.
Alejandro se queja sin abrir los ojos.
—¿Eso fue tu cuello o el mío?
—No lo sé, pero algo se rindió —respondo, masajeándome la nuca.
Se sienta, despeinado, con la expresión de alguien q