El regreso del grupo al campamento fue silencioso. Cada paso que daban parecía resonar con una nota de advertencia, como si el propio bosque recordara la batalla. El obelisco partido y los fragmentos de espejo en sus bolsos eran testigos de lo vivido, pero también eran puertas sin cerrar.
Lía se retiró temprano a su carpa. No podía dormir. Su piel ardía. No de fiebre, sino de transformación. Frente al espejo de agua que usaba como lavabo, vio lo que temía: la Marca había cambiado.
Ya no era solo una luna creciente. Ahora, líneas doradas salían de ella como raíces, extendiéndose hacia su cuello y espalda. Cada línea brillaba como si una corriente eléctrica corriera bajo su piel. Eran runas. Y estaban vivas.
Kael entró sin anunciarse. En su pecho, un símbolo similar había emergido, una espiral rodeada de pequeños puntos que latían con cada respiración.
—Nos marcó —dijo él, simplemente—. El Umbral… nos dejó algo.
Maelys confirmó la sospecha. Las marcas eran antiguas. De un lenguaje previ