Ninguna de las alarmas saltó. Ni siquiera el detector de humo. Nadie vino a rescatarnos, a pesar de que las llamas debieron haberse visto desde millas a la redonda. La columna de humo se elevó como una herida abierta en el cielo, persistente incluso después del amanecer, pero a nadie pareció importarle.
El agua corría por mi piel, tibia e inútil, incapaz de apagar el fuego que seguía ardiendo en el centro de mi pecho.
—Señora, ¿desea tomar otra noche?
—¿Perdón? —Me giré apenas, la voz de la recepcionista del hotel me arrancó del trance.
—Si no reserva otra noche, me temo que no podrá regresar a la habitación. Ya ha pasado la hora del check-out. Debido a las circunstancias hemos añadido unas horas de cortesía, pero...
—No. No volveré —respondí, cortante, y seguí mi camino sin mirar atrás.
En una tienda de conveniencia, me armé con lo básico: una sudadera ancha de capucha negra que me ayudara a desaparecer entre la gente. Caminé unas cuantas cuadras con la mirada baja, esperando. La su