Aquella noche no logré conciliar el sueño. La oscuridad se aferraba a cada rincón de la habitación como una presencia viva, densa y persistente. Los primeros rayos del sol apenas rozaban las paredes, pero no lograban penetrar las espesas cortinas de terciopelo que colgaban pesadas en las ventanas de Amyra. Cuando por fin me atreví a descorrer una de ellas, un estallido de luz cálida irrumpió en la estancia, como si hubiera estado aguardando durante siglos para reclamar aquel rincón sombrío. La claridad se expandió con violencia, barriendo las sombras y despertando el polvo que danzaba en el aire como diminutos fantasmas dorados.
—¿Está segura? —preguntó el abogado, con tono cauteloso, las manos entrelazadas sobre el escritorio.
Asentí con firmeza, sin apartar la mirada.
—De acuerdo —dijo tras un breve suspiro, inclinándose hacia su maletín—. Prepararé todos los documentos necesarios y…
Se detuvo. Noté cómo su expresión cambiaba, cómo sus ojos me escrutaban con una mezcla de nostalgia y