— Gracias por todo lo que has hecho por mí —dije con la voz apenas contenida, la garganta apretada por la emoción.
— No tienes nada que agradecer, hija —respondió Esther con una suavidad que sólo tienen las mujeres que han visto demasiado y sobrevivido aún más.
— Claro que sí —insistí, dando un paso hacia ella—. Te has puesto en riesgo al venir hasta aquí, sólo para hacerme este favor. Lo sé. Y lo valoro.
Esther me miró con ternura, pero también con un destello de tristeza en los ojos. Sus arrugas parecían profundizarse al esbozar una sonrisa cansada.
— Ya nadie recuerda mi rostro ni mi nombre —dijo, encogiéndose de hombros con resignación—. Ha pasado demasiado tiempo… Las ventajas de envejecer, supongo.
Dejó escapar una carcajada ronca, breve, casi áspera. Una risa que llevaba más melancolía que alegría.
— Eso sí —añadió, clavando sus ojos en los míos con gravedad—, creo que es un error lo que has hecho. Después del fuego… debiste desaparecer. Habrán consecuencias.
Sus palabras cayer