—Los hijos son algo curioso… —murmuró Eva con voz pausada mientras comenzaba a pasearse lentamente de un lado a otro de la habitación, como una sombra acechante. Sus dedos acariciaban distraídamente los respaldos de los sillones antiguos, y el eco de sus tacones se mezclaba con la gravedad de sus palabras—. Los llevas en tu vientre, los alimentas con tu cuerpo, los traes al mundo entre gritos, sangre y un dolor que te desgarra… Y luego, ellos pasan el resto de su vida infligiéndote dolor a ti, como forma retorcida de agradecimiento.
—Mmm... Suenas amargada —respondí con una ceja alzada, aunque su tono me erizaba la piel.
Eva sonrió, pero no fue una sonrisa amable, sino torcida, casi cruel.
—Aun así… el amor duele —susurró—. Y los hijos no son la excepción.
Una punzada incómoda me recorrió el estómago, pero me obligué a mantener el gesto desafiante.
—Me aburro, Eva. ¿Qué quieres?
—Qué maleducada eres —chistó, fingiendo una expresión dolida mientras ladeaba el rostro con teatralidad—.