El camino de regreso se sintió eterno. Cada paso era una punzada que me atravesaba la espalda. El bosque, que anoche había sido un santuario vibrante y vivo, ahora se presentaba lúgubre y ajeno. Las hojas húmedas se pegaban a mis pies descalzos, y el frío de la mañana me mordía la piel como si quisiera recordarme cada error, cada decisión impulsiva.
Cuando crucé la verja oxidada del jardín trasero, sentí un escalofrío. Todo parecía igual, pero algo dentro de mí había cambiado de forma irreversible. Subí las escaleras de madera y me encerré en mi habitación, temblando. Me bañé y envuelta en la toalla me acosté en la cama, deseando desaparecer.
No sabía cuánto tiempo había pasado cuando escuché un leve golpe en la ventana. Mi corazón se detuvo. Me acerqué lentamente, conteniendo el aliento, y aparté la cortina con cuidado.
Kael.
Estaba ahí, de pie, con una piedrecilla en la mano, sonreía con una ternura que me resultaba extraña. Abrí la ventana temblorosa, y él trepó por las enredader