Camino al infierno

En el camino de vuelta, no pronuncié una sola palabra. El silencio se convirtió en mi escudo, mientras Darian, completamente ebrio, cantaba a todo pulmón desde el asiento trasero. Su voz arrastraba las notas, desafinadas y desordenadas, como si el alcohol hubiera enturbiado no solo su juicio, sino también su sentido del ritmo.

—¡Pon música, viejo! ¡Vamos, algo que se sienta! —gritaba una y otra vez, golpeando con la palma el respaldo del asiento del chófer.

El conductor no respondió ni una sola vez. Su rostro permanecía en las sombras, oculto bajo la tenue luz del tablero, pero bastaba observar la tensión en sus hombros, la forma brusca en que cambiaba de marcha, para intuir su hartazgo. Cuando finalmente llegamos a casa, detuvo el coche con un chirrido seco, y arrancó de nuevo antes incluso de que termináramos de cerrar la puerta trasera. No dijo nada. No necesitaba hacerlo. Su alivio se sintió tan palpable como el aire espeso que nos envolvía: estaba feliz de librarse de nosotros…
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