Cuando Amyra llegó, yo estaba escondida en mi oficina del bar. Un lugar que rara vez pisaba. Olía a cerveza rancia y la madera del escritorio parecía eternamente pegajosa, sin importar cuántas veces la limpiara.
—¿Qué haces aquí? —preguntó al asomar la cabeza.
—Cierra la puerta —le ordené, sin girarme.
—Uy, cuánto misterio... Creí que tenías a alguien que se encargaba de las cuentas en este antro.
—Amyra…
—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de que te roben los millones?
—¡Te dije que cierres la maldita puerta!
El golpe seco de mi mano sobre la mesa hizo vibrar los papeles y estremeció el aire. Amyra alzó las cejas y, sin una palabra más, cerró. Luego se dejó caer en el sillón de cuero agrietado frente a mí.
—Bueno... a ver —dijo, bajando por fin la voz—. ¿Qué pasó? ¿Qué te hizo tu amorcito esta vez para que vengas a esconderte aquí?
Las lágrimas empañaron mi mirada antes de que pudiera responder. Al notarlo, Amyra se inclinó hacia adelante, la burla se borró por completo de su rostro.
—Nyra, m