Lobo Blanco.
La oscuridad me envolvía como un manto pesado. No había dolor, ni frío, ni el eco de los gritos que momentos antes retumbaban en mis oídos. Solo silencio. Un silencio tan profundo que por un instante creí que todo había terminado.
Entonces la sentí.
Una presencia inmensa, cálida, como si los bosques, los ríos y la luna entera respiraran en un mismo latido.
—Levántate.
La voz no resonó en mis oídos, sino en mi pecho, en mis huesos. Reconocí a la Gran Madre.
Intenté abrir los ojos, pero no había párpados que mover. Solo era conciencia, flotando en su luz.
—Ve al Sur. Los tuyos te necesitan.
Un gruñido ahogado brotó de mí.
—No… no puedo dejarlos aquí. Tengo que proteger a…
—Lo sé. —Su voz acarició cada fibra de mi ser, firme pero compasiva—. Conozco tu vínculo. Conozco tu responsabilidad.
La desesperación me desgarró.
—¡Entonces entiendes que no puedo irme! Si me marcho, quedarán vulnerables. ¡Ella quedará vulnerable!
Hubo un silencio breve, profundo.
—No tema