Rowan
El aire dentro de la cueva estaba enrarecido, denso, como si la propia tierra se negara a respirar.
Sostenía a Edward contra mi costado, su cuerpo estremeciéndose en espasmos débiles, mientras el eco del rugido de Anderson aún retumbaba en mis oídos.
Su piel estaba helada, su pulso irregular. Pero estaba vivo.
Lo saqué de entre esas cadenas invisibles que mordían su espíritu y lo arrastré hasta la entrada, donde la luz de la luna se filtraba como un salvavidas.
—Resiste, hermano —susurré, con los dientes apretados—. No voy a dejar que mueras aquí.
Uno de mis hombres apareció jadeando desde el sendero, con el rostro manchado de tierra y sangre.
—Alfa, ¿qué hacemos?
—Llévalo a la manada —ordené, casi rugiendo mientras acomodaba a Edward en sus brazos—. Que los médicos lo atiendan de inmediato. Diles que no escatimen en nada. Necesita recuperar fuerzas, y rápido.
El soldado asintió con firmeza y, desapareció entre los árboles con mi Beta en brazos.
Suspiré hondo, limpiando el sudo