La paz apenas me duró unos minutos. Olivia, la madre de Damián, irrumpió furiosa en la habitación y me lanzó un fajo de papeles al rostro.
—¿Hasta cuándo pensabas ocultarlo? ¡Este informe dice que los hombres lobo errantes te destruyeron por dentro, que ya no puedes tener hijos! ¡Rompe tu vínculo con mi hijo ahora mismo!
Volteé a ver a Damián.
¿No que quería engañarme para tener un hijo? ¿Cómo es que no le había contado nada a su madre?
Él se colocó delante de mí, como escudo.
—¿Qué médico atrevido escribió eso? ¡Sofía está perfectamente! Vamos a tener hijos. Lo sé.
Olivia me fulminó con la mirada, y, cuando habló, su voz sonó como un aullido venenoso:
—Te doy un año. Si no quedas embarazada, llevaré el caso ante el tribunal de la manada y solicitaré la disolución del vínculo.
Damián se giró hacia mí, fingiendo dulzura.
—No llores, ¿sí? No voy a dejarte. Vamos a tener un bebé sano, lo verás.
Yo bajé la cabeza. No dije nada.
Lo entendí perfectamente: todos querían lo mismo. Un hijo. Pero ninguno por las razones correctas.
Como el Rey Alfa Leandro Silva estaba fuera de la ciudadela, Olivia designó a Damián y a Isabella para presidir el Festival, tras lo cual me empujó hasta la cocina, donde se apilaban los animales que los invitados habían cazado.
—Ayuda en la cocina. Con esa cara de enferma solo vas a espantar a nuestros huéspedes.
En ese momento, desde el corredor, escuché la voz de Isabella, aferrada al brazo de Damián:
—¿Qué habrán hecho esos lobos con Sofía para dejarla estéril? ¿Tan crueles fueron? Aunque… algunos lobos dicen que parecía disfrutarlo…
Reí por dentro. No por humor, sino por pura impotencia.
Afuera, el festival celebraba a los héroes que defendían la manada, a los empresarios que aportaban tributos, a los políticos que sacrificaban todo por el futuro del territorio, mientras yo… destripaba presas en la cocina.
Cuando la luna llena cayó, el festival llegó a su fin. Exhausta, fui a buscar a Damián. Necesitaba que me llevara de regreso. Sin él, no podía salir del castillo.
Yo era su compañera… pero jamás me habían aceptado como parte de su familia.
Apenas llegué al pasillo de los dormitorios, escuché la voz de Isabella desde una de las habitaciones:
—¿Por qué me abrazas así cuando bebes? Menos mal que Leandro no está…
La voz de Damián temblaba, como si estuviera a punto de llorar.
—Que me acompañaras al festival, tomada de mi brazo… fue como un sueño hecho realidad. ¿Sabes? Mi madre quiere que rompa el vínculo con Sofía. Y lo pensé. Lo juro que lo pensé. Pero no me atreví. Temo que Leandro vuelva a sentir algo por ella. Cuando la cortejaba, le regaló el rubí más grande del mundo. Yo… yo siempre supe que en el fondo… él la seguía amando.
Leandro sí me había regalado esa joya. Pero luego… la había reclamado para dársela a Isabella.
A través de la ventana, vi cómo Damián le entregaba a mi hermana una piedra azul brillante.
—Ten, es un zafiro de luna. Más raro que cualquier rubí. Mi Luna… ¿me dejas hacerte un retrato?
Mi cuerpo dejó de sentir y el alma se me desgarró.
Yo le había suplicado tantas veces… pero él nunca quiso dibujarme.
Ahora estaba ahí, rogándole a otra que se dejara plasmar por su mano.
Isabella se desnudó sin pudor, luciendo solo aquel zafiro sobre su piel, tersa y perfecta. Nada que ver con la mía, marcada de cicatrices, heridas, costuras…
Damián se arrodilló frente a ella con devoción y le besó la cara, una y otra vez, como si adorara una diosa.
—Perdón por hacerte sufrir tanto, Isabella…
—No digas eso, Damián… —dijo ella, rodeándole la cintura con los brazos—. Te amo. Me duele verte así.
—No me importa. Con saber que me amas… me basta. Aunque tengamos que escondernos para siempre.
Tan entregado, tan delicado con ella…
Y en mi mente… Me vi otra vez…
Su mano presionando mi rostro contra la almohada. Su cuerpo encima del mío. Sus suspiros. Y me pregunté:
¿A quién veía cuando me tocaba?
Mis piernas no respondían. Como pude, me sostuve contra la pared, hasta derrumbarme en el suelo.
Desde la habitación seguían llegándome sus las voces, los jadeos.
—¿Y cómo es estar con Sofía? —preguntó Isabella.
La respuesta me atravesó el alma.
—Como tragar veneno. Como tener acónito ardiendo en la garganta.
Ya no aguanté más y, gateando, salí como un animal herido; hecha pedazos.