A la mañana siguiente, me encerré en el estudio para redactar el documento de ruptura del vínculo de apareamiento. Cuando fui a tomar la pluma, esta cayó al suelo y, al agacharme a recogerla, descubrí por accidente una caja antigua bajo el escritorio.
La abrí con el corazón temblando.
Adentro… solo había retratos. Todos dibujados por Damián y todos eran de Isabella.
Cada boceto tenía una frase escrita en el reverso.
«Querida Isabella, luces preciosa con ese vestido de novia. Pero solo puedo verte prometerle lealtad a mi hermano bajo la luna llena… como mi cuñada.»
«Querida Isabella, tu hermana volvió a rogarme que la retratara. Pero yo solo quiero dibujarte a ti. Ella no lo merece.»
«Querida Isabella, tu hermana se parece un poco a ti… Por eso, cada vez que la tomo desde atrás, me la imagino siendo tú. Pero jamás podrá compararse contigo.»
Sentí un frío recorriéndome la espalda.
Damián, el artista talentoso que nunca me había dibujado, lo había hecho… una y otra vez, pero solo para Isabella. Día tras día me ofrecía palabras dulces, mientras venía aquí a dejar constancia gráfica de su amor por otra.
¿Y yo… qué era entonces?
Un ruido del pasillo me sacó del trance.
Con el corazón acelerado, volví a guardar los dibujos apresuradamente. Pero olvidé que el documento aún estaba sobre la mesa.
Damián entró en ese momento. Traía una pulsera de zafiros en la mano.
—Póntela. Vamos juntos al Festival de Caza.
—¡No! —grité casi sin pensar.
Desde aquella noche, sabía que todos los licántropos me veían con desprecio. Las miradas, los susurros… Era insoportable. No quería enfrentarme a eso otra vez.
—Pero Isabella dijo que quería verte. Tienes que venir conmigo.
Me quedé inmóvil.
¿Solo porque Isabella quería verme?
Así de sencillo me empujaba a esa humillación.
«Ya qué», pensé. «De todas formas, me marcharé pronto».
Que esta fuera nuestra última vez.
Pensando en eso, me levanté y lo seguí.
El documento seguía en la mesa, pero Damián no lo vio.
El festival estaba lleno de música, vino y risas. Pero yo no podía dar un solo paso.
Él me ofreció su mano.
—Mientras esté contigo, le arrancaré la garganta a quien se atreva a tocarte…
Lo miré, pero en mi mente solo podía revivir el infierno.
Los colmillos y las garras desgarrando mi cuerpo. El dolor. La sangre.
Mi piel, completamente destruida, infectada. Tantas veces recosida que dejé de contar. Cada cura, cada aguja… era como volver a morir.
Fui hospitalizada una y otra vez. Casi deseé rendirme. Pero me aferraba a vivir por Damián.
Yo… lo amaba.
Sin embargo, él… me vio destruirme… y ni siquiera parpadeó.
En ese momento, apareció su madre: Olivia Silva, y me empujó con fuerza.
—¿Qué hace esta loba sucia aquí? ¿La trajiste tú, Damián? ¿Quieres que nuestra familia se hunda en vergüenza?
Damián se puso delante de mí.
—Isabella dijo que quería ver a su hermana. Por eso la traje.
Eso fue todo. No negó que yo era una vergüenza.
Olivia se cruzó de brazos con desprecio.
—Hazla entrar por la puerta trasera. No quiero que los invitados la vean contigo.
Y así fue. La que alguna vez fue la guerrera más poderosa del territorio… ese día entraba por la puerta trasera como si fuera una paria.
Una vez dentro, vi a Isabella con mi padre. Sonreía con dulzura, como si nada. Al verme, corrió a abrazarme.
—Sofía, te he echado tanto de menos.
Pero en cuanto sentí su contacto, un recuerdo se clavó como aguijón en mi memoria.
La noche en que me entregó a los hombres lobo errantes, yo gritaba su nombre mientras ellos me arrancaban la ropa y me mordían. Le supliqué que avisara a los guerreros… y esperé todo un día y una noche. Pero nadie llegó.
La aparté con violencia, Isabella se tambaleó como si fuera a caer y Damián corrió a sostenerla.
Mi padre se acercó con furia, desplegando sus garras, y me abofeteó tan fuerte que sentí cómo la piel se me desgarraba. Circo marcas sangrantes aparecieron en mi mejilla.
—¡¿Qué estás haciendo?! ¡Isabella te trata con cariño y tú la agredes! Eres peor que un lobo exiliado.
Tragué saliva, mordiéndome el orgullo.
—¡Ella me engañó! ¡Fue ella quien me llevó al Nido Salvaje!
Mi padre alzó otra garra, listo para golpearme de nuevo, pero Isabella, con lágrimas en los ojos, lo detuvo, mientras Damián me lanzaba una mirada de advertencia.
—Sofía, no acuses a Isabella. Ella sufrió por ti. Lloró hasta el cansancio.
Me quedé helada. Nadie me creía. Ni siquiera el hombre que me había enseñado a cazar.
Sin embargo, ya no importaba, por lo que suspiré y repuse:
—Lo siento. Me equivoqué.
Ya no quería pelear.
Damián me miró, confundido por mi reacción. No sabía que ya era tarde, que todo me daba igual.