Capítulo 04
Al amanecer, los guardias del castillo me arrastraron hasta dejarme tirada frente a Isabella. Me habían capturado la noche anterior, cuando había intentado abandonar el castillo. Me trataron como si fuera una enemiga, y me dispararon clavos de plata directo al cuerpo.

Yo sabía perfectamente quién había dado la orden: Isabella.

Desde que había renunciado a la Agencia de Seguridad Licántropa, ella había tomado mi lugar y había asumido el control absoluto de la seguridad del castillo.

La plata es veneno para los lobos, por lo que, si no se retira a tiempo, corroe la carne y envenena la sangre hasta matar.

Yo ya había decidido marcharme. Estaba lista para desaparecer. Pero ¿ella…? ¿Por qué seguía empecinada en destruirme?

Isabella me ayudó a levantarme con una falsa expresión de ternura. Su cuerpo entero olía al deseo de Damián.

—¿Por qué querías escapar, Sofía? ¿Ibas a encontrarte con algún hombre lobo errante? Hace mucho que Damián no te toca, ¿verdad? Dice que tu cuerpo aún está cubierto de marcas de colmillos… A ver, muéstrame qué tan asquerosa te ves ahora.

Se abalanzó sobre mí para arrancarme la ropa. La humillación y el miedo me paralizaron.

Gruñí con desesperación, tratando de advertirle que se detuviera. Pero los clavos de plata habían debilitado mi cuerpo. El dolor era insoportable y estaba empapada en sudor.

—Por favor… no… te lo suplico… —lloré, con la voz hecha pedazos.

Ella sonrió, satisfecha. Me observaba como si yo fuera su obra maestra de crueldad.

—Así estás perfecta —dijo con deleite—. Voy a subir una foto tuya así. Que todos vean lo bajo que has caído.

Reuní mis últimas fuerzas y la empujé con violencia, antes de echarme a correr, sin mirar atrás.

Y justo entonces, me encontré con Damián.

Caí en sus brazos, el cuerpo colapsando por el veneno.

—Me dispararon clavos de plata… necesito un hospital…

Pero detrás de mí, Isabella gritó:

—¡Ay, estoy sangrando! ¡Me duele!

Damián me empujó como si fuera basura y corrió a socorrerla.

—Perdón, Damián —sollozaba Isabella—. Solo quería ayudarla. Escuché que en la manada Sombra Lunar tienen una hierba que elimina cicatrices. Me costó conseguirla. Solo quería aplicársela… pero se volvió loca y me atacó…

Damián la abrazó con fuerza, lleno de compasión. Entonces me miró con una frialdad que me heló la sangre.

—Sofía… todos sentimos lástima por ti. Pero la lástima no es una excusa para destruir a quienes te rodean.

Lo miré… y solté una carcajada.

¿Lástima?

¿Acaso ellos sabían lo que era eso?

Él frunció el ceño. Y, ya sin disimular, su mirada fue puro desprecio.

—Estás loca. Me ahogo contigo. Eres un monstruo.

La abrazó más fuerte… y se marchó con ella, dejándome allí, sola. Hasta que la sangre subió por mi garganta y la tos me obligó a escupirla.

Clavé los dedos en mi carne y arranqué el clavo de plata. Pero la herida no se cerraba… Ya no me importaba.

Caminé, paso a paso, hacia la frontera de la manada. Los centinelas me vieron pasar… pero no me detuvieron.

No sé si fue miedo, lástima o simple indiferencia.

Yo solo quería irme. Morir lejos de allí sería un alivio.

Entonces, una voz resonó en mi mente.

Era Isabella, usando el enlace mental de la manada:

«Seguro estás a punto de morir, ¿no? Aquí nadie se va a preocupar por ti. Ni siquiera Damián. Ese hombre al que amaste tanto es solo un perro que responde cuando yo lo llamo. ¿Quieres que te cuente un secreto? Cuando los lobos te destrozaban… Damián y yo estábamos ahí, mirando. Tus gritos eran horribles. Pero en medio de tu dolor… él se movía dentro de mí con más fuerza que nunca. Él quería matarte. Lo dijo con claridad: que eras un peligro. Pero escapaste. Y, para protegerme, tuvo que casarse contigo. Me muero de celos cada vez que lo veo fingir frente a ti».

Cada palabra me vibraba en los huesos.

El dolor me hacía ver doble. Pero no me detuve.

Y entonces, fue Damián quien me habló por el enlace mental:

«Sofía… perdón por lo de hoy. Isabella solo quería ayudarte. Le prometí a Leandro que cuidaría de ella. Dice que le duele la cabeza. Me quedaré unos días con ella. Descansa tú también. Cuando Leandro regrese, te sacaré a pasear. ¿Quieres que vayamos al mar Egeo, como antes?»

Bajé la mirada. Las heridas seguían abiertas. Ni siquiera sabía si sobreviviría esta vez.

«No gracias. Estoy cansada.»

Él se quedó en silencio unos segundos.

«¿Por qué suenas así? ¿Estás bien?»

«Estoy bien. Quédate con Isabella. Quiero prepararte un regalo.»

Su voz cambió de tono, se volvió urgente, nerviosa:

«¿Dónde estás? ¿Quieres que vuelva ahora?»

No le contesté.

Que gritara. Que rogara. No me importaba.

«¿Sofía? ¿No vas a decir nada? ¿Esto es tu forma de llamar la atención? ¡No te atrevas a jugar así! ¡Todo esto es tu culpa! Has cambiado. Antes hacías todo lo que yo decía. Ya no me gustas como antes»

«¡Contéstame! ¿Te moriste? ¡Espérame! ¡Voy a buscarte!»

No respondí y aceleré el paso. Cada zancada era como pisar cuchillas. Y justo cuando crucé la línea fronteriza…

El mundo se volvió negro.

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