Capítulo 84. El eco de la cacería
El frío de las paredes de cemento se filtraba en la piel de Iris como agujas invisibles. No sabía cuánto tiempo llevaba allí; las horas parecían deshacerse entre el zumbido eléctrico de la luz y la falta de ventanas.
Intentó no llorar. Se abrazó las rodillas, apoyó la frente contra ellas, y respiró hondo. Pero la pregunta la perseguía sin tregua: ¿Por qué?
Recordaba la última vez que había visto a Julián, en el mirador, y sentía un nudo en el estómago. ¿Habría sabido él lo que se avecinaba? ¿Habría intentado advertirle? La duda era un veneno que se mezclaba con el miedo.
La puerta se abrió con un chirrido seco. Entró un hombre alto, con traje oscuro y una voz que parecía hecha de piedras.
—Levántate.
Ella no se movió.
—¡He dicho que te levantes! —repitió el guardia, tirando del brazo de Iris.
La arrastró por un pasillo estrecho hasta una sala donde había una mesa metálica. Allí, sentado con una elegancia que no correspondía al lugar, estaba él: el Arconte. Sus ojos grises eran como cu