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Capítulo 3: ¿Buscabas algo?

El ala sur era cómoda, sí, pero no era lo que Alexa esperaba. Las ventanas daban al jardín más sombrío de la mansión, el mobiliario era austero y, sobre todo, la sensación de aislamiento era palpable. Durante los primeros dos días, se mantuvo tranquila, observaba, planeaba. El tercer día, actuó.

Esperó a que Santiago saliera por la mañana. Fingió una caminata inocente por el jardín y, con naturalidad, cruzó de nuevo al ala norte. Su objetivo, el despacho. Quería seguir explorando, pero más que nada, quería provocarlo.

La puerta estaba cerrada, como era de esperarse. Pero no con llave. Sonrió. “Deberías cerrarla”, había dicho él. Qué ironía.

Entró. La habitación estaba impecable. Demasiado. No había papeles a la vista, ni carpetas, ni nada útil. Solo libros alineados con precisión quirúrgica. Caminó entre ellos, pasando los dedos por los lomos, hasta que uno llamó su atención. Lo tomó. Lo abrió.

Estaba vacío. Solo t***s, sin páginas. Entonces escuchó la voz detrás de ella.

— ¿Buscabas algo?

Se giró de golpe. Santiago estaba en el umbral, con los brazos cruzados.

— Solo... echaba un vistazo.

— No sabías que hay cámaras, ¿verdad?

Alexa entrecerró los ojos.

— ¿Me estás espiando?

— Te estoy vigilando. Es distinto. Tú cruzaste la línea, otra vez.

— ¿Y qué vas a hacer? ¿Encerrarme?

— No. — Dijo, avanzando hacia ella —. Ya estás encerrada, Alexa. Solo que aún no lo entiendes. — Tomó el libro de sus manos y lo devolvió a su sitio.

— A partir de ahora, estarás acompañada a toda hora. Donde vayas, alguien te seguirá. Y si decides no cooperar, me aseguraré de que tu estadía aquí sea tan insoportable como la idea que tienes de obedecer.

Alexa lo miró, por primera vez, sin una respuesta inmediata. Había querido provocarlo… pero tal vez no estaba lista para lidiar con alguien que no solo le ponía límites, sino que también sabía exactamente cómo hacerlos cumplir.

Alexa se despertó temprano esa mañana, no porque quisiera, sino porque Bertha golpeó la puerta de su habitación tres veces, con una firmeza que no admitía objeción.

— Arriba. Hoy empiezas a aprender algo útil.  — Dijo, apenas abrió.

— ¿Útil para quién? — Gruñó Alexa, aún medio dormida.

— Para ti, si piensas quedarte. Para esta casa, si piensas respetarla. — Contestó Bertha sin perder la calma—. Vamos, tienes cinco minutos.

Diez minutos después, Alexa llega a la mansión principal con desgano, vestida con ropa cómoda y el cabello recogido de mala gana. Bertha la esperaba en la cocina, rodeada de utensilios, ingredientes y un cuaderno de notas que parecía tener más años que ella.

— ¿Qué es esto, MasterChef? — Bromeó Alexa, apoyándose contra la mesa.

— Es tu primer día como futura señora de una casa como esta. Si eliges el camino del hogar, más te vale saber mantenerlo.

— ¿Y si no quiero elegir nada?

Bertha se acercó con una mirada firme, sin levantar la voz.

— No elegir también es una elección. Pero no tener preparación es simplemente negligencia. Y aquí, Alexa, las negligencias no duran mucho.

Alexa tragó saliva. La mujer podía ser amable, pero tenía algo en la mirada que le recordaba a Santiago: determinación inquebrantable.

— ¿Y si quiero el otro camino? —. Preguntó, sin dejar de mirarla.

— Entonces deberás enfrentarte a algo mucho más difícil que esta cocina. Pero primero, aprende a hacer pan. Hasta la mujer más poderosa necesita saber con qué alimentar su hogar. — Respondió Bertha, entregándole una receta escrita a mano.

Alexa suspiró, mirando la lista de ingredientes como si fuera un jeroglífico.

— Esto va a ser un infierno…

— No, niña. Esto es disciplina —. Dijo Bertha, volviendo a su lugar junto al horno. —. El infierno es cuando no sabes hacer nada y te exigen todo.

— No voy a limpiar eso.

Alexa dejó caer la esponja en el fregadero con dramatismo, sus manos mojadas y el delantal arrugado sobre su ropa cara. Bertha, que en ese momento cortaba verduras con la precisión de un cirujano, ni siquiera levantó la vista.

— Sí vas a hacerlo.

— No me trajeron aquí para ser una sirvienta. — Espetó Alexa —. No soy una criada.

— Tienes razón. — Dijo Bertha, al fin girándose hacia ella —. Las criadas hacen esto sin rechistar. Tú lo haces protestando. Por eso no eres una sirvienta… todavía.

Alexa la miró como si acabara de insultarla. Bertha, sin embargo, solo le tendió de nuevo la esponja.

— Aquí nadie está por encima del trabajo. Ni siquiera tú.

Antes de que pudiera replicar, la puerta de la cocina se abrió y Santiago apareció, impecable como siempre. Sus ojos se clavaron primero en Alexa, luego en el desorden, y por último en Bertha.

— ¿Todo bien aquí?

Alexa cruzó los brazos, desafiante.

— Depende de tu definición de “bien”. Al parecer, ahora soy parte del personal doméstico.

Santiago alzó una ceja.

— ¿Ya aprendiste a hacer pan?

— ¿Qué crees?  — Respondió ella con una sonrisa cínica.

— Que probablemente quemaste la cocina.

— Aún no. Pero dame tiempo.

Santiago se acercó lentamente, apoyándose en el borde de la isla central.

— Te resistes porque crees que esto es un castigo. — Dijo, sin apartar la mirada de ella —. Pero no lo es. Es una elección. Y cuanto antes lo entiendas, menos miserable será tu paso por esta casa, y más rápido te irás.

— ¿Y si no quiero ninguna de las dos opciones?

— Entonces te quedarás atrapada entre ambas. — Intervino Bertha —. Como muchas que pasaron por aquí antes que tú… y nunca encontraron su lugar.

Alexa bajó la vista, no porque estuviera convencida, sino porque, por primera vez, sintió que no tenía una respuesta lista. Santiago sonrió con una pizca de burla.

— Cuando termines de lavar los platos, avísame. Te asignaré la siguiente tarea.

Y se fue, dejándola con Bertha y un silencio que pesaba más que cualquier sermón.

Esa noche, Alexa no podía dormir. Daba vueltas en la cama, furiosa. No solo por los platos, ni por el pan crudo que Bertha la había obligado a comerse “para que aprendiera la importancia de seguir instrucciones”, sino por Santiago. Por esa forma en que la miraba. Con superioridad. Como si ya supiera que ella iba a fallar. Y quizás… por eso mismo, tenía que ganar.

Se sentó en la cama y encendió la lámpara. Tomó una libreta pequeña que había traído entre sus cosas, arrancó la portada y comenzó a escribir con letra apurada.

PLAN A:

— Desestabilizar a Bertha. Cambiar la sal por azúcar. Dejar cosas fuera de lugar. Nada que sea peligroso… solo molesto. Confundirla. Hacerla dudar.

— Exponer las fallas del sistema. Si se supone que esta casa está tan bien organizada, debe tener puntos débiles. Encontrarlos. Exponerlos. Empezar con los empleados. ¿Quién tiene rencores? ¿Quién está dispuesto a hablar?

— Romper las reglas, pero con sutileza. No más irrupciones evidentes. Todo debe parecer accidental. Un malentendido. Una confusión. Una sonrisa que lo justifique todo.

PLAN B:

— Hacer que Santiago explote. Que pierda la compostura. Que muestre que no tiene el control que tanto presume. Y cuando lo haga… que todos lo vean.

Alexa sonrió. No sabía si alguno de los planes iba a funcionar, pero sí sabía una cosa, no iba a quedarse de brazos cruzados aprendiendo a doblar toallas mientras ellos jugaban con su vida como si fuera una prueba.

— ¿Quieren una guerra silenciosa? — Murmuró para sí misma —. Perfecto. Van a tenerla.

Apagó la lámpara. Y esa noche, durmió por primera vez con una sensación distinta: el placer de quien empieza a mover sus piezas.

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